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miércoles, 15 de julio de 2015

Cierra el bar La Luna y se lleva un pedazo de cielo de los años 80

Por Graciana Petrone




El anuncio en la página oficial de Facebook del cierre a fin de mes del emblemático bar La Luna, de Tucumán y el bajo, impactó en la vasta y diversa clientela que durante más de tres décadas pasó por el lugar. Para muchos, el espacio convertido por uno de sus dueños como “el gran living de una casa en la que la disposición del mobiliario invitaba socializar”, no fue un boliche más. Inaugurado en 1982 por Gabriel Izquierdo, luego pasó a manos de Pablo Bonilla, quien aseguró ayer a El Ciudadano que pese a los cambios sociales y culturales producidos con el paso del tiempo el secreto que hizo que el sitio fuera el punto de encuentro en la noche de distintas generaciones fue “mantener intacto el perfil que nos identificó siempre: ser fieles al rock and roll”.
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“Quizás yo vivo este proceso de una manera muy diferente al de la clientela. Para mí es el fin de una etapa que abrí y cerré yo. Me llevo, incluso, los recuerdos de los amigos que hice a través del tiempo y hasta el haber formado una familia porque a mi ex mujer la conocí ahí”, contó Bonilla.
Sin embargo, quienes rondan hoy los 40 años o más sienten que con el cierre de la legendaria disco-bar se les arrebata uno de los pocos lugares que quedaban de la noche rosarina de los 80, cuando los boliches no tenían horario de cierre, no existían los after y mucho menos los celulares o las redes sociales. A falta de la tecnología que hoy los más jóvenes utilizan para organizar las salidas y las previas de los fines de semana, La Luna, durante nada menos que treinta años, junto al desaparecido bar El Barrilito, ubicado en la esquina de avenida Belgrano y Tucumán, eran los puntos de encuentro para “hacer amigos” –cerveza de por medio– y bailar con la música de Fito, los Redondos, Charly García, los Stones y hasta Los Beatles.

Bonilla contó también que se acercaron muchos compradores interesados en continuar con el bar pero que algunas propuestas eran “poner un boliche de cumbia o cualquier otra cosa que no tenía nada que ver con la impronta de Luna”. Por eso, confesó que prefirió bajar la persiana y no ganar dinero “porque el lugar iba a desaparecer de una y otra manera y el impacto para la gente de encontrarse con algo totalmente diferente hubiera sido el mismo que sienten ahora”.
Sereno, sin mostrar melancolía o tristeza, Bonilla confesó que el cierre del bar fue una idea que estuvo macerando desde hace bastante tiempo. “Fue todo un proceso que no se dio de un día para el otro. Pero uno de los detonantes fue una clausura que nos hizo la Municipalidad por tres fines de semana hace tres años, y como Luna siempre fue un bar que convocaba a la clientela por inercia, porque nunca hacíamos publicidad, a raíz de eso tuvimos un bajón del que jamás pudimos recuperarnos”, concluyó.

Lamentos en el Facebook
La confirmación del cierre de La Luna generó una inmediata reacción en las redes sociales. Habitués del bar expresaron su sorpresa y disgusto en la página de Facebook del emblemático boliche. “Una pena. Uno de los lugares donde en mi opinión... pasaban la mejor música”, escribió Matías Guzmán, mientras que Georgina Lys se lamentó: “Noooo... es un clásico de Rosario adonde daban ganas de ir”. Y algo parecido aportó Rodrigo Ortiz Acevedo: “El único lugar copado!!! no puede ser”. La usuaria Clau Mauj, en tanto, hizo un repaso: “Los que tenemos cuarenta nos quedamos sin lugares históricos de la noche rosarina... Cerró Bucanero, cerró Lefou, cambió Zeppelin, cerró Dixon. ¿Qué pasa? Un garrón, amigos”.
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-El hilo invisible de Tucumán y San Martín a pasaje Zabala y Sarmiento 
“Es el último reducto rockero de los 80 que queda abierto. Es un competidor, pero yo siento un profundo dolor por el cierre. Es como si muriera alguien de la familia”, reflexiona sobre el mítico bar La Luna el propietario de otro boliche, menos antiguo pero acaso no menos mítico, el café Berlín. Durante años ambos fueron los dos extremos de un hilo invisible que unía Tucumán y San Martín con pasaje Zabala y Sarmiento, sobre todo para grupos de chicas que tenían franqueado el ingreso –entraban gratis– a ambos lugares, pero también para jóvenes que, aun pagando entrada, aprovechaban la consumición que venía con ella, arrancando la noche en uno y terminándola en otro. Ahora, el histórico bar del Lulo, como más se conoce a Luis Corradín, seguirá solo. “Ojalá estuviésemos a tiempo de que cambiaran de idea”, dice el empresario, que alguna vez llegó a barajar la idea de quedarse con los dos íconos rosarinos.

Berlín abrió sus puertas en 1996 y es como la continuidad de Zeppelin, a metros nada más en la misma cortada Zabala, que había abierto en 1992, pero hace ya tiempo dejó de existir. Berlín, en cambio, cumple esta misma semana sus 19 años en pie.

A diferencia de La Luna buscó otro nicho, pero compartía buena porción de clientes.
Uno ofrecía espectáculos; el otro, más que nada música. Uno era más “under” y se bajaba a un sótano; el otro, más rocker, abría su planta alta. Uno tentaba a una franja más juvenil; el otro tenía una frontera más alta, alternando a chicos que recién pasaban sus veinte con históricos habitués que podían llegar a duplicar esa edad. Pero buena parte de los clientes de uno lo eran también del otro y, como se dijo, muchas veces en la misma noche. “Pero hoy todo cambió. Antes, la geografía podía decidir la salida. Hoy se busca en internet. Ya no es la misma cultura under de los 80 y los 90 que se enteraba y se movía a través de medios alternativos”, reflexiona Corradín.

Lejos de los inicios en “la noche”, el propietario del Berlín compara a su boliche y a La Luna con una pyme. “Administrativamente es igual. Hay que esforzarse por posicionar la marca, tener presencia con las empresas, tener difusión entre los clientes”, explica, refiriéndose, por ejemplo, a las marcas de bebidas, en particular a las más fuertes, que no tendrían suficiente poder para voltear un lugar, pero sí para levantarlo. ¿Cómo? Por ejemplo con los consabidos 2x1 en tragos, promociones que las marcas comenzaron a hacer por sí mismas, más allá de la política comercial de los propietarios de boliches.

Y ese cambio total de costumbres, que incluyen la resurrección de bebidas –el Fernet en los 90, el Amargo Obrero hoy, pero incluso Cynar, Gancia y Cinzano ponen la mira en los jóvenes– también tiene otro paso marcado, que es la presión inmobiliaria.

Demasiado –o no– para el viejo bar La Luna, que seguirá así los pasos de otros boliches que sólo quedan en el recuerdo, como La Rockería, montada en una vieja casona de Weelwright y España, o el histórico El Barrilito, de Tucumán y Belgrano, una construcción todavía más antigua: ambos son hoy edificios de lujo y con vista al río, sin trazas de lo que había antes.

Para Diario El Ciudadano

miércoles, 1 de julio de 2015

Eduardo Serón: "Negaban que lo que yo hacía fuera pintura"

Eduardo Serón fue uno de los primeros creadores rosarinos que se volcaron al arte concreto, tendencia que, por esas cosas del destino, formalizó Theo van Doesburg en su “Manifiesto de arte concreto” en 1930, el mismo año en que nació el pintor local.

Eduardo Serón- Foto: Pablo Jantus
Por Graciana Petrone

Eduardo Serón fue uno de los primeros creadores rosarinos que se volcaron al arte concreto, tendencia que, por esas cosas del destino, formalizó Theo van Doesburg en su “Manifiesto de arte concreto” en 1930, el mismo año en que nació el pintor. En Europa, a mediados de la década del 50, quienes se dedicaban a este tipo de trabajos gozaban desde hacía más de una década del éxito y el reconocimiento de sus pares, en especial en Italia o Francia, donde la práctica estaba consolidada. Sin embargo, en la Argentina, y sobre todo en Rosario, los críticos y artistas resultaron ser más conservadores. 
En ese contexto, Serón expuso por primera vez en 1954 una serie de telas con figuras geométricas y colores planos. Confiesa que debido a eso fue sumamente cuestionado por otros artistas, quienes llegaron a negar que lo que él hacía fuera arte. En contrapartida, hoy asegura que pocos son los cuadros que le han quedado porque “se los han llevado a casi todos”, lo que indica que fue y es uno de los pintores más cotizados de Rosario.
—¿Esa primera muestra implicó romper con las estructuras existentes?
—No me lo propuse como romper con las estructuras, sino como necesidad expresiva. Me apasionaba el mundo del arte concreto, que suponía la creación de formas o un poco también la invención de formas. Sobre todo, creando formas en el plano tratando de eludir cualquier alusión espacial. 
—Después ese concepto del espacio cambió…
—Fue una premisa que se mantuvo mucho tiempo hasta que comprendimos, quienes hacíamos eso, que poner un punto en un plano ya era generar una idea de espacio, porque entonces el punto pasa a ser figura y el espacio, el espacio infinito. De todas maneras me propuse crear espacios no convencionales y de ahí usar la geometría y los colores planos. El color plano era otro requerimiento de este tipo de arte porque también se evitaba toda alusión espacial en ese sentido y, por ende, quedaba determinada a los contrastes de colores y las formas y no por la volumetría de la materia.
—¿Cómo lo sostuvo en el tiempo?
—Lo sostuve unos cuantos años. Las presiones fueron muchas. Tenía un amigo que iba a un taller de pintura y me comentó que me habían despellejado, directamente, que habían negado que lo que yo hacía fuera pintura y eso se extendió a varios miembros del Grupo Litoral que estaba en vigencia en aquella época, hablo de mediados de los años 50. Pero yo seguí con mis cosas, incluso me propuse hacer una especie de investigación de la creación y generación de formas. Hice una serie de dibujos en sucesión, encadenados, de los cuales no me queda ninguno porque me los han llevado todos. 
—Eso no es algo frecuente para los artistas plásticos locales…   —Así como fui rechazado en los 50, en los últimos veinte años han venido desesperados a comprar mis cosas. Incluso tuve un canje con Raúl Gustavo Aguirre, gran poeta y amigo, en ocasión de la primera reunión de arte contemporáneo que se hizo en Santa Fe y que organizó Francisco “Paco” Urondo. La nómina de los que participaron fue infinita pero de Rosario fuimos invitados solamente dos, entre los que me encontraba. Eso creo que causó gran indignación entre los miembros del Grupo Litoral, que no fueron tenidos en cuenta.
—¿Formar parte del Grupo Litoral suponía cierta relación de la producción con el río y su entorno?
—A mí no me interesó para nada empatizar con el entorno y pienso: nuestro entorno está plagado de inmigrantes de distintos países del mundo. Si buscamos un color local, podría ser que lo haya en el río pero la ciudad es un múltiplo de nacionalidades. En el grupo estaba el gran pintor Alberto Pedrotti que, justamente, era independiente. Su pintura está muy alejada de la idea del río y de la zona. En cambio, el manifiesto del grupo era crear un arte que estuviera vinculado al entorno. ¡Como si el entorno nuestro no fuera la totalidad del mundo! Es un despropósito.
—El haber elegido dedicarse al arte concreto, ¿cree que lo llevó a ser cuestionado también en otros aspectos?
—Yo entré en el primer concurso que se hizo de docencia por antecedentes y oposición en la Facultad de Arquitectura, en 1963. Me presenté a las horas de Pintura, estaba en el lugar diecisiete porque no tenía el título de profesor de artes visuales, aunque tenía un bagaje de exposiciones de una calidad que nos la tenía ninguno de los que se presentaron. Pero el mismo jurado que me había puesto decimoséptimo decidió darme el primer lugar. Después que se supo el resultado fuimos a una muestra y cuando nos preguntaron sobre quién había ingresado, no les fue muy grata la noticia de que había sido yo. Creo que nunca fui muy apreciado en el entorno del arte. Tampoco nos sentimos muy cómodos trabajando en la Escuela de Artes Visuales, en especial por el trato que recibíamos de los directores y otros colegas. Aunque a Mele la respetaban mucho porque enseñaba a dibujar de verdad.
—¿A qué atribuye ese rechazo?
—Un poco de todo pero, fundamentalmente, porque íbamos teniendo cierta relevancia fuera de la escuela. Cuando nos jubilamos no volvimos nunca más. Pasé cosas muy desagradables allí. En una ocasión volvimos en 1979 de un viaje y me enteré que un bajorrelieve en tela de Lucio Fontana, que había sido donado a la cooperativa de la escuela, se lo habían vendido a Gilberto Krasniansky por dos millones de pesos para hacer el techo del taller de escultura. Después, supimos que al día siguiente de la transacción él lo vendió en Buenos Aires por veinte millones. Esas cosas me indignaban mucho y ocurrían por la ignorancia de la gente.
—Sin embargo, usted es uno de los pintores rosarinos cuyos cuadros son más requeridos…
—De Rosario no me puedo quejar. Hubo momentos en que nuestras obras tuvieron una gran demanda. A finales de los años 60, por ejemplo, entraron en una especie de planicie pero en 1994 hicimos Mele y yo, en el Museo Castagnino, la exposición “40 años con el arte”. El cónsul de España estaba en la ciudad y se interesó por mi obra, adquirió una para él y otra para el consulado. También compró un par de grabados.
—¿Qué les diría a los jóvenes que se están iniciando en el camino de las artes plásticas?
—No les puedo marcar ninguna pauta, sólo decirles que, así como cuando yo me inicié hice lo que consideré mi necesidad, que ellos hagan lo que sientan que es su necesidad; que sean consecuentes con ellos mismos y se desarrollen, en primer lugar, como personas. Si uno no es, ante todo, una persona, va a salto de mata persiguiendo lo que está de moda, lo que no es sano del mismo modo que tampoco es sano en política salir de un partido y ponerse en otro con tal de escalar en el poder.
—¿Hay producciones de artistas jóvenes que le interesan? 
—Sí, por supuesto, pero no me atrevería a nombrar a dos o tres porque seguramente voy a omitir a otros diez que se pueden sentir afectados y merecen ser nombrados también. Siento que en la actualidad la gente joven nos quiere y respeta mucho más de lo que lo hicieron las generaciones anteriores.  
—Desde aquella primera exposición en 1954 pasó mucho tiempo. ¿Cómo se siente hoy?
—Felizmente, luego de mis búsquedas e investigaciones me siento pleno. Después, si la obra trasciende o no, no lo sé. Es algo sobre lo que he hablado en alguna ocasión con un pintor amigo: puede ser que la obra sea reconocida después de la muerte del artista o que quede ahí. De todos modos, no voy a estar vivo para verlo.

Eduardo Serón - Biografía

Eduardo Serón nació en Rosario en 1930. Estudió arquitectura en la Universidad Nacional del Litoral, durante ese tiempo tomó clases de pintura y hacia 1950 comenzó  a interesarse por el arte concreto. Cuatro años más tarde expuso por primera vez en Rosario cuadros que mostraban esa tendencia, lo que marcaría el rumbo de toda su obra. En la década del 60 formó parte de los grupos Refugio y Taller. 
En 1963 ganó el primer concurso por oposición y antecedentes que se realizó en la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional de Rosario para dar clases de pintura. Fue también profesor en la Escuela Provincial de Artes Visuales. Entre otros cargos, se desempeñó como director del Museo Castagnino. Desde su primera muestra, en 1954, participó de más de 150 exposiciones individuales y colectivas en museos y galerías del país, como también de ciudades de Latinoamérica y Europa. Fue jurado de importantes concursos, dictó numerosas conferencias y recibió, entre otros, los premios Beca Anual de la Provincia; Adquisición Banco Municipal de Rosario y Dr. Carlos Corbella, otorgado por la Fundación Héctor Astengo por su aporte a la cultura de la ciudad. En 2009 expuso su obra antológica en el Museo Castagnino, con curaduría de Nancy Rojas. La recopilación de esa muestra fue recopilada en un libro por Ediciones Castagnino+Macro.

Cuando el arte se une con la vida

Mele Bruniard y Eduardo Serón son dos plásticos de gran talento y poderosa obra. Ella y él, cada uno con su lenguaje y técnica, han plasmado imágenes que perdurarán. Nacieron en el mismo año, 1930, y se casaron tres décadas más tarde. Aún siguen juntos: son un matrimonio especial, en el que conviven el amor mutuo y la devoción por su trabajo.
Bruniard - Serón Foto: Celina Mutti Lovera

Por Graciana Petrone


Mele Bruniard - Foto Celina Mutti Lovera
En poco más de veinte minutos el golpe seco del sonido de un viejo reloj de pared avisará que ya es mediodía en el departamento céntrico que comparten desde hace casi seis décadas Eduardo Serón y Mele Bruniard, matrimonio de artistas plásticos indiscutidos, si los hay. “Aunque cuando comencé a exponer, allá por 1954, fui muy cuestionado y criticado por mi obra, lo que se hizo extensivo a ella, sólo por el hecho de estar casada conmigo”, dirá más tarde él, y también expondrá los motivos por los cuales cree que no fue aceptado por muchos pintores de su generación. La campana vuelve a sonar una hora más tarde pero el tiempo pareció detenerse. Hasta los rayos del sol, que traspasan los vidrios de dos anchas ventanas, iluminan el comedor de una manera diferente a la de cualquier otra habitación conocida, dándole al cuarto un efecto de caleidoscopio debido a la cantidad de pinturas, grabados y retratos colgados en las paredes que generan una sensación de continuo movimiento de colores y luz.
Sobre una mesa redonda, Mele seleccionó algunas de sus láminas, la mayoría son xilografías de rostros y también hay bocetos que intentó plasmar luego de que un auto la atropellara en 2012 dejándole prácticamente imposibilitada una de las manos. Sin embargo, a los 84 años, menuda y de apariencia frágil, a fuerza de voluntad y paulatinamente está tratando de recuperar lo que ella misma define como aquello que desde muy pequeña fue el centro de su existencia: “Siempre fue mi vida, no necesitaba otra cosa más que me dejaran un lápiz y un papel para dibujar”.
Los recuerdos de su infancia en Reconquista —ciudad donde nació y vivió hasta que a los diez años la muerte de su padre hizo que junto con su madre y sus dos hermanos tuviera que mudarse a Rosario— afloran de manera inevitable. Así, esa mujer que estudió con el mismísimo Juan Grela, que expuso en numerosas galerías y museos del país y el exterior y además fue una de las primeras integrantes de la Asociación de Grabadores Rosarinos, cuenta con una calidez enternecedora esos primeros tiempos de su vida que, sin duda, marcaron el rumbo de una obra en la que el sufrimiento, la pasión y la necesidad de mantener vivos a sus seres queridos se combinaron con estudio, práctica y docencia, perfeccionándose así en la xilografía de tal forma que se convirtió en una las máximas referentes de esa técnica en la actualidad.

Marcas de la niñez

La casa de su infancia en Reconquista ocupaba un cuarto de manzana. Mele recuerda que tenía un jardín grande y, en el fondo, “un redil en donde había pavos, pavitas, gallinas pigmeas y batarazas y un gallo, hermoso dueño de toda esa vivienda”. Sin ir a la escuela todavía, porque aún no contaba con la edad suficiente para hacerlo, cuando se iban sus hermanos ella se quedaba sola observando a los animales durante horas.
“Había entre la fauna una chuña, se la habían regalado a mi padre. Convivió con los demás por un tiempo pero después la sacaron porque era terrible. Era pequeña, gris, tenía dos ojos como semillas y con el pico negro, finito y curvo sacaba granitos de la tierra”, cuenta.
El jardín se constituyó, entonces, como una parte de su universo en el que se mezclaba su sentido de observadora precoz con el amor por los animales y las plantas que, asegura, heredó de su madre. “Hasta teníamos un viejo jardinero que había venido de Italia, cuidaba del lugar y también me cuidaba a mí cuando la chuña me corría para picotearme”, relata con una sonrisa que se va desdibujando cuando inevitablemente regresa a su memoria la muerte de su padre y cómo ese hecho hizo que su vida diera un giro rotundo.
“No tuve tiempo de tomarlo ni siquiera como un desarraigo porque la realidad me aplastó, me pasó por encima. Yo estaba muy ensimismada con ese mundo tan particular en Reconquista en donde las calles eran enormes y de tierra. Había por cada cuadra un solo foco de luz y entonces salir de noche era toda una aventura”, relata mientras confiesa que la muerte temprana de su padre “fue una bomba que explotó en la casa”.
La tragedia sacudió a Mele, que a los diez años tuvo que ocuparse de desarmar la casa y preparar la mudanza porque su madre padecía esquizofrenia y el fallecimiento de su marido la desestabilizó aún más. Eduardo interrumpe la charla para recordarle que “en ese momento también descubrieron que un tío les había vaciado la caja fuerte de la escribanía de su padre”, por lo que se quedaron sin un centavo. “Hice de todo —dice— hasta llegué a tocar una pieza con la pianola en la puerta del almacén para pagar la cuenta que debíamos”.

Vivir en Rosario  

En una ciudad que para ella, su madre y sus hermanos era extraña, quien casi dos décadas después daría sus primeros pasos para convertirse en una reconocida artista añoraba todo aquello que había tenido en Reconquista: su padre, las calles anchas que por las noches eran oscuras, los animales, su casa de un cuarto de manzana con jardín y al jardinero que cuidaba de que la chuña no le hiciera daño. Tal vez por eso, los primeros tiempos de su etapa escolar en el Normal N° 1 no fueron gratos. En ese entonces, no tuvo la conciencia suficiente para darse cuenta de que sufría las secuelas de un exilio, de un viaje sin retorno a esa parte de su infancia en la que sintió que fue feliz.
A los tumbos pudo terminar la primaria, después ingresó a la Escuela de Bellas Artes, que por entonces era el Profesorado de Bellas Artes y funcionaba en el Normal N° 2. Eduardo recuerda que allí Mele tuvo docentes muy dispares, sin embargo hubo una maestra en particular que influyó mucho en ella. “Le llevaba frutos y hojas y le hacía hacer técnicas de sintetizar esos elementos. En cambio, el profesor de grabado no le enseñó ni siquiera la técnica”, agrega Serón.
Decidida a seguir el camino que eligió cuando apenas con tres años lo único que la hacía feliz era tener una hoja y un lápiz para dibujar, Bruniard asistió durante algunos años al taller de Carlos Uriarte pero se dio cuenta de que con la pintura no se llevaba muy bien y entonces comenzó a estudiar con Juan Grela. Mele  asegura que “en un año él me enseñó todas las técnicas de grabado y al poco tiempo expuse por primera vez”. Eduardo vuelve a interrumpir para contar que él fue a esa muestra, aunque en esa ocasión no se cruzó con quien sería su compañera de toda la vida: “Nos presentó una amiga en común tiempo después y nos casamos a los 30 años, cuando en ese entonces se consideraba que alguien a esa edad ya era viejo para hacerlo”.

El secreto: la imaginación

Apenas se recibió, ingresó a trabajar en el Normal N° 2 como profesora de Dibujo y Manualidades. “Mele hizo allí todo un cambio en la enseñanza que quizás no ha trascendido. Cuando entró se encontró con que las profesoras anteriores les daban a los chicos figuras de animalitos de cartón para que ellos las pusieran sobre el papel, dibujaran la silueta y luego colorearan”, explica Serón. “¡Los tiré a la basura a los cartoncitos! Los chicos iban creando sin modelo alguno, ni siquiera llevaban láminas”, cuenta al respecto Mele.
Para ella, el secreto reside en incentivar la imaginación y considera que cualquier persona puede convertirse en un gran artista. “Existen dos posibilidades —dice Bruniard—: una, la de aquel individuo que pretende copiar la naturaleza pero en definitiva no la puede recrear porque la naturaleza es totalmente independiente de todo, el universo es una realidad naturalista y eso no tiene gracia alguna; la otra posibilidad es el que parte de la naturaleza pero la transforma o reinventa, incluso, aquello que ni siquiera es tomado de la realidad”.
Justamente, los últimos trabajos que la artista pudo hacer antes de sufrir el accidente que la dejó con severas dificultades en su mano, se basaron en recrear, a través de la memoria, nada menos que setenta cabezas estampadas en cartulina de quienes fueron sus alumnos cuando daba clases en la escuela primaria. Algunos de esos grabados hoy cuelgan sobre una de las paredes del comedor de su departamento y se suman así a las numerosas obras que el sol del mediodía vuelve más radiantes, aunque seguramente, cuando llega la noche, continúan brillando porque cada retrato, pintura o grabado son pequeños mundos que tienen luz propia.

Mele Bruniard - Biografía
Nélida Elena “Mele” Bruniard nació en Reconquista, en 1930. Tras la muerte de su padre, en 1940 vino a vivir a Rosario junto a su madre y hermanos. Cursó sus estudios primarios en el Normal N°1 y en 1951 se recibió de profesora de Dibujo y Pintura en la Escuela Superior de Bellas Artes. Asistió al taller de Juan Grela, donde adquirió saberes específicos de xilografía. Después de un año el maestro la convocó para formar parte de la Agrupación de Grabadores Rosarinos. Es una de las máximas referentes del grabado  en la actualidad.
Al igual que su esposo, desde 1954 ha participado en cientos de muestras en el país y en el extranjero. Participó como jurado de concursos y fue galardonada en numerosas ocasiones. En 2012 se presentó una muestra retrospectiva de sus grabados, con curaduría de Nancy Rojas, la cual fue recopilada en una impecable edición de Castagnino+Macro. Conserva una colección de 38 cuadernos forrados en tela en los que reunió apuntes, dibujos y breves análisis de su hacer cotidiano en relación con el arte.



miércoles, 27 de mayo de 2015

Una tarea solidaria y silenciosa en el corazón de barrio El Mangrullo

Casi invisible a las miradas fuera del barrio, Yolanda Osam y otras vecinas sostienen un emprendimiento nacido en el 2001.

Yolanda Osam . Foto Marcelo Massueli

Por Graciana Petrone
Es un día de semana cualquiera en El Mangrullo, barrio en donde no importa si mayo trae los primeros fríos del año o enero calores sofocantes, porque tanto en invierno como en verano, cuando llegan las cinco de la tarde se repite la misma postal: casi como una ceremonia, es incesante el ir y venir de pibes, a veces solos y otras acompañados por sus madres o hermanos, que cargan bidones plásticos vacíos para que en el comedor que lleva adelante Yolanda Osam se los carguen con leche, chocolatada o arroz con leche. Así, en una precaria vivienda ubicada en la entrada del popular asentamiento de pescadores ubicado en el límite sur de la ciudad, más de doscientas familias reciben “la copa”, ración que, en algunos casos, pasa a reemplazar la cena de muchos pibes de la zona.
La “Copa de Leche El Mangrullo” es un emprendimiento comunitario que desde hace dieciséis años mantiene en pie “la Yoli”, tal como la conocen todos en el barrio.
Allá por 2001, cuando comenzó con el comedor, eran unas veinte mujeres las que colaboraban, pero hoy quedan sólo tres. “Es que esto es estar todos los días, todos los días, y la verdad que la gente se cansa”, cuenta la mujer acerca de una labor que es prácticamente imperceptible a las miradas de quienes nunca cruzaron el puente de avenida del Rosario al 800 bis y se adentraron en el corazón de El Mangrullo.
“Nadie sabe del trabajo que hacemos todos los días nosotras detrás del paredón”, dice Yoli mientras señala los muros gastados que allá por la década del 50 cercaron el predio que perteneció al club Ministerio de Obras Públicas (MOP). Hoy, el sitio sólo guarda de aquellas épocas el nombre de la institución pintado de azul sobre los muros que, por esas cosas del destino, ni las lluvias ni otras inclemencias pudieron borrar.
Allí es, justamente, en donde en 2001, y con la ayuda de los vecinos del barrio, Yolanda levantó una humilde casilla de material y chapa en la que se llevan adelante distintos tipos de trabajos comunitarios: desde la organización de las famosas fiestas del Día del Niño en El Mangrullo hasta operativos garrafa o asesoramiento para la gestión de trámites en la Ansés.Hay, además, un pequeño taller con máquinas para fabricar escobas.

La fuerza del amor
Yoli tiene 70 años, aunque no los aparenta. Se jubiló como enfermera y nunca desistió de seguir adelante con el comedor, aún cuando tuvo que cuidar a su esposo enfermo que falleció hace unos años. En el barrio todos la conocen y respetan. Es raro que pierda la sonrisa y se caracteriza por decir las cosas que siente y piensa de frente y sin vueltas.
“Acá vinieron todos los políticos, hasta la Mónica Fein vino. También Marquitos Cleri cuando era apenas un pibe que ni se había recibido de abogado todavía. Él colaboraba con las fiestas que organizábamos el Día del Niño y hasta se dejaba pintar la cara por los chicos”, cuenta.
En el predio del MOP, Yolanda logró también que se respetara un espacio de contención para los chicos del barrio. Se hizo una cancha para los pibes, “¡con césped artificial y todo!”, evoca la mujer, quien agrega que un día se la quisieron robar. “¿A quién se le ocurre levantar eso si tiene, no sé, como mil kilos de arena. Para llevártela tenés que venir con una máquina especial”, relata sobre el incidente que felizmente terminó bien, mientras afirma que “hasta sé quién le pagó a quién para que se robaran el césped”. Y es posible que así sea, porque la Yoli dice saber “todo de cada uno de los que viven en El Mangrullo”.
La mujer llegó al barrio hace 65 años, cuando había unas pocas casas y el predio en donde hoy se mezclan los pibes que patean la pelota con pescadores que aprovechan los arcos para trenzar sus mallas era el elegante y concurrido club del MOP.
“En aquel tiempo había hasta cancha de tenis y todo, y se llenaba de autos caros”, rememora Yoli marcando el contraste con la realidad actual que ella ayuda a paliar con la labor diaria y consecuente en la Copa de Leche El Mangrullo.

Aún queda por hacer
Actualmente, de las casi veinte mujeres que comenzaron junto a Yolanda Osam colaborando con la “Copa de Leche El Mangrullo” quedan solamente Ramona y Margarita, entre otras que también se acercan a dar a una mano, aunque a muchas de ellas les ganó el cansancio y el desgaste de estar todos los días “al pie del cañón”, como dice Yoli.
Cuando llueve, el acceso a la humilde vivienda en la que se entrega la ración a los chicos se torna inaccesible por el barro, lo que no impide que se lleve a cabo la labor solidaria, ya que Osam explicó que la prepara y la entrega en su casa, ubicada a unos quince metros del comedor comunitario.
Si bien reciben del gobierno provincial la ración de alimentos para preparar la copa, como también el dinero para la compra de cuatro garrafas –que son las que utilizan aproximadamente por mes–, Yolanda apeló a la solidaridad de la gente para quienes quieran ayudar con chapas, tirantes, maderas, cables y herramientas para poder colocar un techo en el ingreso del comedor para que los chicos no se mojen si llueve o no les dé de lleno el sol mientras esperan su raciones.

Nota publicada en el diario El CIudadano

domingo, 10 de mayo de 2015

A través de la música, otra realidad es posible para un joven autista

A Joel Lanzos le diagnosticaron Trastorno General del Desarrollo cuando era apenas un niño. Desde hace cuatro años estudia en la Escuela Provincial de Música de Rosario. Tiene 21 años, dibuja, canta y también toca el piano y la guitarra eléctrica.
Foto: Juan José "Tatín" García


Por Graciana Petrone
Joel Lanzos tiene 21 años, es delgado, más bien bajo y de pelo corto, oscuro y lacio. Casi siempre viste pantalones de jeans a la moda y anda con una mochila llena de cuadernos con dibujos de baterías y guitarras eléctricas que él mismo hace. Es callado, pero si sonríe su cara se transforma y se acentúan así sus rasgos de eterno niño. Le gustan el canto y los grupos de heavy metal y tal vez por eso cuando se sienta frente al piano la primera melodía que toca es Humo sobre el agua, de Deep Purple. Pero el caso del joven, que desde 2010 estudia en la Escuela Provincial de Música y que a simple vista puede parecerse al de cualquier otro muchacho de su edad, es paradigmático dentro de la psicopedagogía y la paidopsiquiatría ya que a los ocho años le diagnosticaron uno de los niveles más graves de Trastorno General del Desarrollo (TGD) Espectro Autista.
Joel nació saludable, hermoso y rodeado de sus afectos, pero a medida que pasaba el tiempo le costaba comunicarse con su entorno y era más callado que los demás. Fiel a su instinto de madre Mariel Martí sintió que “algo no andaba bien” y le planteó sus dudas al pediatra. El profesional le respondió lo que muchos médicos suelen decir ante estas situaciones: “Cada uno tiene su tiempo de madurez”. Así fue que, después de deambular por neurólogos, fonoaudiólogos y psiquiatras, cuando cumplió ocho años le diagnosticaron autismo. La noticia fue inesperada y dolorosa pero con el apoyo de su familia –en especial de su mamá– cuando cumplió 18 ingresó a la escuela ubicada en Santa Fe 1154, donde estudia canto, piano y guitarra eléctrica.
Como si todo eso fuera poco, después de clases se vuelve solo en taxi a su casa. “Llegué bien”, dice apenas cruza la puerta para tranquilizar a su madre.
El camino que realizó Joel fue arduo. Mariel recuerda que cuando ingresó a la escuela de Música su hijo tuvo que hacer durante un mes una adaptación similar a la que hacen los niños que asisten por primera vez al jardín de infantes. “Yo lo esperaba en la puerta por si me necesitaban, pero no tuvo problemas. Después, empezó a evolucionar y a evolucionar y pudo completar los dos primeros niveles iniciales y otros dos intermedios en la escuela de música”, relata orgullosa.
Cada paso que el joven da es un pequeño gran logro para él, para su familia y también para los profesores que lo miman, lo contienen y lo alientan para que siga adelante. Joel, además, es un joven muy dulce y aunque su patología hace que le cueste entablar una conversación por iniciativa propia, cuando entra en confianza puede contar acerca de lo que le gusta, de lo que hace y también de sus sueños.

El lenguaje de la música
“Al principio había que buscarlo por todos los salones porque no sabíamos dónde estaba, y después nos dimos cuenta de que él hace siempre el mismo recorrido: de la clase se va a la sala de preceptores y de ahí lo llevan al salón que corresponde”, relata Alicia Shapiro, vicedirectora de la Escuela Provincial de Música, quien recibió a El Ciudadano con mucho entusiasmo para hablar de Joel.
El cariño que todos sienten en la institución por el joven es notorio, en especial por parte de Shapiro, quien además fue su profesora en los primeros años. La mujer guarda en una carpeta muchos dibujos que el joven hizo. Algunos son unos muy buenos bosquejos de baterías hechas a lápiz. También hay escritos de canciones, símbolos del heavy metal y logos de propagandas que seguramente ve por la televisión.
“Los chicos con autismo suelen tener la particularidad de que no te sostienen la mirada o que no los podés tocar. Joel estuvo mucho tiempo sin mirar a los ojos o hablando en tercera persona, pero en los años que hace que viene a la escuela mejoró mucho en lo que es la comunicación. Mientras espera los cambios de hora dibuja y busca en Youtube la música que le gusta. Tiene siempre buen humor y hasta por ahí hace chistes”, dice.
Para la profesora, en casos como los del joven es importante no sujetarse al diagnóstico médico. “Si te atás, eso te puede limitar desde el lugar de la enseñanza y no te permite ver hasta dónde puede el niño explotar sus capacidades de aprendizaje, lo que siempre plantea otras posibilidades”, asegura. Además, explica que “la música es un área ideal para poder explorar las habilidades de cada chico porque tiene esa cosa del ordenamiento temporal que es distinto del lenguaje oral. El diálogo, la repetición, la imitación o la pregunta y la respuesta, también musicalmente van por otro camino”.

Hasta dónde llegar
Desde su lugar de docente, Shapiro asegura que “cualquier persona puede tocar un instrumento y cantar porque la música va por otros canales que no son solamente los del lenguaje oral y escrito”. Agrega que en el curso de Joel actualmente se dan conocimientos sobre teoría de la armonía en un nivel muy alto y, aunque a veces el joven “se traba en algún punto”, siempre lo logra resolver.
En la clase de coro su desempeño es impecable. Allí, el muchacho integra con otros cinco compañeros el grupo de los bajos, los que tienen el registro de voz más grave entre los varones. “Él es el mejor”, dice entre señas y con complicidad la profesora Evangelina Gaido, mientras Joel entona a la perfección el estribillo de una obra de Giuseppe Verdi.
“En general, tratamos de que si un alumno no ha podido manejar los conocimientos básicos que se deben adquirir a lo largo de un año, entonces lo deben repetir. Pero en el caso de Joel todo se da en forma pareja. Hay cosas de la música que son muy abstractas y que tal vez le empiecen a costar. Quizás ese será su techo…o no, porque uno nunca sabe, con cualquier tipo de alumno, cuál va a ser su límite”, concluye Shapiro.

Combinan la ciencia y el amor
Cuando Joel Lanzos fue diagnosticado con autismo ingresó al Centro Educativo Terapéutico Puente Symbolón donde su patología fue abordada por un grupo interdisciplinario de profesionales.
Mariel Martí, la mamá de Joel, sintió que su hijo “dio un vuelco” cuando toda la familia empezó a practicar el arte de Mahikari, una práctica que propone el cruzamiento entre lo que uno hace –como llevarlo al psicólogo o al médico– con lo espiritual. “Siento que hay un antes y un después de eso y se nota en cómo él rinde en la escuela, en cómo avanzó en su vida y en las notas que trae a casa. No tuvo más crisis, que incluso tomando la medicación solía tenerlas. A veces se angustiaba por algo y se ponía a llorar. Hoy es un chico feliz”, asegura.


Crónica: "Las hamacas de Firmat”, entre lo mágico y lo real

En su libro Las hamacas de Firmat la periodista y escritora Ivana Romero cuenta sobre el famoso caso de los juegos de la plaza del barrio La Patria de Firmat, que se movían sin razón física aparente, un hecho que causó conmoción y trascendió fronteras.

Por Graciana Petrone
Lo mágico y lo real transitan por caminos paralelos, aunque por momentos se tocan y cruzan así una línea difusa que marca el límite de un mundo en donde todo es posible. En el libro Las hamacas de Firmat (Editorial Municipal de Rosario), la periodista y escritora Ivana Romero cuenta sobre el famoso caso de los juegos de la plaza del barrio La Patria, hecho que causó conmoción, no sólo en la comunidad santafesina, sino que trascendió las fronteras del país.
El disparador que motivó a Romero a trabajar en la historia fue simple y no menos increíble: las hamacas de la ciudad en que nació se movían sin cesar, sin causa aparente, incluso, lo hacían cuando no había viento. Pero hay más: en algunas ocasiones, si soplaba una brisa fuerte, se mecían dos y una quedaba quieta. Nadie nunca pudo encontrar una explicación.
De repente, Firmat se vio convulsionada. Por un lado, fue el estupor que provocaba el fenómeno, al que los habitantes de esa ciudad lo atribuyeron a la muerte de un niño en la plaza, aunque nunca supieron quién era ese chiquito ni cómo fue que falleció, y nadie pudo tampoco encontrar a sus padres para entrevistarlos. Por otro, la tranquilidad de la localidad santafesina, con poco menos de 30 mil habitantes, de repente, fue invadida por un aluvión de curiosos, investigadores, fanáticos de fenómenos paranormales y también por periodistas porteños, chilenos, estadounidenses y hasta japoneses. Los movimientos sin explicación generaron también la aparición de un “hamacólogo”, un personaje firmatense que dirige una FM local y que se convirtió en una suerte de especialista del fenómeno de los juegos.
Durante muchos meses se vivieron situaciones en las que se mezclaban el delirio y la sorpresa; la curiosidad y la angustia. Tal vez, sensaciones similares a las que Roberto Fontanarrosa mostró en su cuento “Yoli de Bianchetti”, en el que una ecónoma, al estilo Nilda de Ziemenzuck, conduce un programa de cocina por cable desde una pequeña ciudad del sur de la provincia. Pero en el cuento del Negro, ocurre que la señal de televisión traspasa las fronteras, llega a otros planetas, y así la mujer de pueblo conquista el corazón de un extraterrestre que, de buenas a primeras, se aparece en la tranquila ciudad y hace que la mujer, ama de casa y cocinera, se separe de su marido, hecho que, en una ciudad pequeña, causa un revuelo impensado.
Como en la crónica de Romero o en el cuento de Fontanarrosa y tanto en la imaginación como en la realidad, todo puede ser posible en los libros. “Porque la escritura es un acto de fe –dice la autora–, de manera que tiene también cierta creencia en lo mágico”.
—¿Cómo das el puntapié inicial para esta crónica?
En una de las veces que volví a Firmat, de donde me fui hace más de diez años a Rosario primero y después a Buenos Aires, asistí a una fiesta que había organizado en la plaza la gente de la vecinal del barrio La Patria. Había música y las hamacas se movían al ritmo de los Wachiturros. Pero una vuelve y no sabe muy bien qué pasa ahí o qué va a pasar. Yo llevaba mi grabador y mi libreta de anotaciones para poner en práctica lo que uno mejor conoce que es el método periodístico: vas, mirás, contás, escribís, grabás o tomás notas…pero ¿qué pasa cuando una vuelve a un lugar que conoce mucho y que, cuando prendés el grabador, te dicen: “Hola qué tal, ¿cómo anda tu papá?”. Algo que en Buenos Aires, obviamente, no me ocurre. Así que no fue sencillo.
—Habiendo nacido y crecido en Firmat, ¿este libro tiene mucho de autobiográfico?
Lo que habilita es la construcción de un yo de ficción tamizado por la escritura, por los recuerdos. Pero es un yo que no es exactamente Ivana Romero, porque la escritura transforma la memoria en otra cosa, en una construcción bastante más complicada y es en ese lugar en que sitúo ese yo autobiográfico. Por ejemplo: en un momento hablo de un líder importante de la década del 70 que muere en condiciones muy brumosas, en 1974, cuando operaba la Triple A. Mi tío era el segundo de este señor, con una historia que arranca en 1966. Con todos esos elementos, yo sentí que tenía una historia para contar que, si bien era del orden autobiográfico, podía ser parte de una memoria colectiva.
—Además de las hamacas, ¿Firmat tiene fantasmas?
Yo creo que sí, pero me parece también que es una cuestión de todos los pueblos. Fijáte lo que pasó con Ignacio Guido, el nieto de Estela, que vivía en un pueblo y que todos sabían que era adoptado pero tuvo que morir alguien para que otro se anime a hablar y así se sepa la verdad. Desde mi percepción, lo que sucede es que del mismo modo en que en las grandes ciudades ocurrieron cosas terribles y nefastas, y que se supieron gracias a los juicios y a la construcción que alienta el Estado a favor de la memoria la verdad y la justicia, se ha avanzado mucho en recuperar una historia en recuperar una militancia y todas esas voces que fueron cercenadas. Pero esos procesos que se dan en las grandes ciudades de manera más evidente, en  los pueblos o en lugares como Firmat, tienen otros tiempos.
—¿A qué procesos te referís?
Por ejemplo: en Firmat hay una gran cantidad de cosas aún no dichas sobre lo que ocurrió en los años 70. También se da una constante y creo que ocurre en todos los pueblos: es el hablar desde lo singular para hablar un poco de lo colectivo.
—¿A medida que avanzabas en la investigación aparecían todo esos fantasmas?
Están todos los fantasmas: el niñito de la hamaca como una gran metáfora, porque cuando yo escribí eso de que “las hamacas que se mueven solas en un barrio que se llama La Patria” parecía que estaba haciendo una construcción de ficción cuando en realidad eso es lo que sucedió. Tiene un grado de simbolismo importante pero nosotros, los periodistas, que nos manejamos con la realidad, sabemos que en los pequeños detalles hay una posibilidad enorme de hacer ficción.
—Además de periodista, sos poeta ¿Preferís la realidad o la ficción a la hora de escribir?
Yo soy una enamorada de lo real, de lo cotidiano y sé que en los gestos de las personas y en lo que las personas dicen hay un tesoro enorme y se van tejiendo historias que muchas veces la ficción intenta copiar o evocar, pero a mí me enamora lo cotidiano y desde ahí construyo un registro que tal vez tenga más que ver con la ficción. En el libro, el tema de las hamacas y la idea de lo fantasmagórico son también un doble juego sobre la construcción de un mundo que pertenece a otro lugar y que de repente viene y se instala en éste, y eso es lo que causa un poco de resquemor.
—¿Cómo fue la construcción de este libro?
El proceso de este libro fue una reconstrucción de la memoria desde un espacio de vocación íntima que acá en Buenos Aires no ejercito tanto porque en Buenos Aires los lugares no tienen el significado que tienen para mí Firmat o Rosario, en donde viví varios años. En Buenos Aires pasan cosas todo el tiempo pero cosas que no tienen que ver con la memoria emotiva, a diferencia del lugar de la que una viene.
—¿Qué repercusión tuvo el libro en Firmat?
El libro salió un viernes y al sábado siguiente lo fui a presentar a Firmat, en un momento que estuvo buenísimo porque fue, justamente, cuando la vecinal del barrio La Patria había organizado la primera feria del libro de autores locales. Yo no había vuelto a Firmat desde finales de 2012 y ahora lo hice hace unas semanas con mi libro bajo el brazo. En un momento alguien me preguntó por qué había vuelto y yo conté una historia en la que creo: es una tradición africana que dice que cuando se junta un grupo de gente para contar una historia se ponen en círculo y el que termina de contar su historia se pone en el centro del círculo, pone la palma de la mano sobre la tierra y dice: “Acá dejo mi historia para que otro se la lleve”. De algún modo, yo creo que eso es lo que fui hacer a Firmat, a poner esa historia en la tierra donde nací para que otros se las lleven.
—¿El hamacólogo estuvo en la presentación?
Fijate que no, pero mandó a decir que como las hamacas hacía unas semanas que no se movían más –lo que es verdad– dijo que ‘habían dejado de moverse para convertirse en literatura’.
—¿Creés en el espíritu de las hamacas?
Hace pocos días le hicieron una entrevista a Nicanor Parra, que cumplió cien años, y en un tramo citó el Tao, donde dice: ‘Primero la magia, después la realidad’. Además, la escritura es un acto de fe, de manera que tiene también cierta creencia en lo mágico.

Crónica
Las hamacas de Firmat
Ivana Romero
Editorial Municipal de Rosario 2014
Páginas 83



Nota publicada en el diario El Ciudadano 

sábado, 9 de mayo de 2015

Roque Narvaja: ícono del rock, militante exiliado y aviador

De líder de La joven guardia en los 60, el cantante pasó a interpretar temas de protesta en los años 70 lo que lo llevó a un largo exilio en España. Desde 2008 vive en Rosario, es piloto de avión y trabaja como instructor de vuelo en la escuela Flyng Time, del Aeropuerto Internacional Islas Malvinas.
Foto: Ignacio Petuncci
Por Graciana Petrone
A los 15 años Roque Narvaja ya lideraba una banda que había formado junto con otros amigos de la escuela secundaria. Después, vendrían los éxitos imparables con temas como La reina de la canción o El extraño de pelo largo, de la mano de La joven guardia, grupo que fue furor en los años 60 y 70. Pero en medio del boom de su carrera, apenas pasados unos días del golpe cívico militar del 24 de marzo de 1976, el músico fue prohibido en el país. Aunque asegura que nunca pensó en irse del barrio porteño de Nuñez, en donde creció, armó sus valijas, tomó un taxi hacia Ezeiza y de ahí, a un largo autoexilio en España.
Hoy, con más canas que entonces pero sin dejar de cantar en los escenarios, Roque camina las calles de la ciudad como uno más, se casó con una rosarina y desde hace seis años trabaja como piloto comercial e instructor de vuelo en la escuela Flyng Time, en el Aeropuerto Internacional Islas Malvinas.
Reflexivo, aunque también mordaz, el cantautor analiza su vida y su carrera; habla de sus hijos, de sus pasiones, de su decisión de ser aviador, de los convulsionados años 70 y también de su mujer: una fans rosarina de quien se enamoró.
30D— ¿Cómo fue que viniste a parar a Rosario?
RN—En realidad nunca pensé en irme de mi barrio. Soy cordobés, toda mi familia es cordobesa: los Fernández Narvaja, vascos que llegaron a Córdoba, seguramente, huyendo de algunas guerras carlistas. Esto que te digo es el preámbulo de una aclaración necesaria, porque para contestar a tu pregunta tengo que empezar por el principio.
30D—Entonces, ¿cómo fuiste de Córdoba a Buenos Aires?
RN—Mi familia es una familia muy tradicional de allá y casi siempre estuvo vinculada a la gestión pública. Mi viejo, siendo muy joven, fue juez nacional de primera instancia y fundador del peronismo de Córdoba después de huir del partido conservador. Cargó con una condena social muy grande por eso. Entonces, siendo yo muy chico, nos fuimos a Buenos Aires.
30D—¿Y cómo surge tu pasión por la música en una familia tan tradicional?
RN—Vivíamos en Nuñez, barrio en donde había que jugar a la pelota, lo que a mí no me salía bien. Como buena familia provinciana que éramos, en casa se escuchaba mucho folclore y había también una guitarra. Creo que a todos les sorprendió mi elección, sobre todo el éxito que fue aceptado como un destino. La familia se cerró alrededor mío, se portó como una escudería ayudando a que eso funcionara. Después nos mudamos al centro de Buenos Aires, yo ya era un joven quilombero. Después, pasó la vida…pero no te la voy a contar, no te asustes (risas).
30D—Tu primeros pasos en la música los diste cuando eras apenas un adolescente…
RN— En el colegio secundario ya formábamos grupos y nos juntábamos a cantar canciones que hacían bailar. Ya la banda previa a La joven guardia tuvo mucho éxito, allá por el sesenta y pico. Después, me puse el segundo apellido para cantar porque llamarse Fernández no tenía mucha onda. Mis manager querían ponerme Jimmy, yo no estaba muy convencido, entonces me preguntaron si no me gustaba Roque Narvaja, que les parecía que sonaba a Frank Sinatra.
30D—¿En medio del boom de La joven guardia decidís cambiar tu estilo?
RN—Pego un salto y allá por el año 72, cuando estaba terminando el gobierno de Lanusse, grabo otros discos. Yo tenía varias canciones que no eran para ser grabadas con La joven guardia, entonces me dediqué a grabar el disco Octubre, con pocos acordes y mucho de caradura. Yo tocaba el charango y también la quena. En ese disco vuelco mis experiencias, eran ensayos que mezclaban rock y folclore, que era la música que yo siempre había escuchado de chico. A Octubre le siguieron tres más, a razón de uno por año y editados por diferentes compañías.
30D— ¿Cuándo y cómo te vas del país?
RN—Después que Litto Nebbia me presentó en el sello RCA grabé el disco Chimango con la CBS, pero ya estaba todo muy mal, se venía el golpe. Durante la grabación de Amén, un disco que no llegó a editarse, me prohíben. Un teniente coronel, por entonces a cargo del Comfer, me invita gentilmente a dejar el país. No contento con eso fue al sello EMI y dijo que yo estaba prohibido.
30D— ¿Esa nueva versión del Roque Narvaja músico hizo que te persiguieran?
RN—Las canciones tenían algo de contestatario pero nos cuidábamos mucho porque sabíamos que la mano venía muy mal. Yo ya había empezado a militar en la Juventud Trabajadora Peronista en ese momento, aunque debo decir que mi participación fue muy escueta y muy humilde. Quince días después de la prohibición, el 24 de abril de 1976, pude tomar un avión. Salí por Ezeiza directamente.
30D—Un autoexilio en España en donde volviste a brillar…
RN—En España por suerte pude seguir haciendo lo mío. Cuando me fui, me fui para siempre, a ver qué podía hacer para poder darle de comer a mi familia. Tenía la dirección de un bar en Alicante en donde a lo sumo podías ser camarero pero yo no sabía ni llevar una bandeja. Gracias a la generosidad de Marian Farías Gómez, que me llamó para hacer un dúo, hicimos canciones típicas del folclore de protesta, más algunas canciones mías que entraban dentro del espectáculo al que hay que armar dentro de una lógica. El público de peñas es muy hablador, pero de eso se tratan los espectáculos en vivo…
30D—Después de dejar un país en tinieblas, ¿cómo te recibió la España que había perdido a Franco hacía menos de un año?
RN—Nos encontramos con un país que atravesaba por una transición de manera muy tranquila y ordenada. Dejaba atrás su complejo y tenía una gran necesidad de ser Europa. Pude vivir el cambio de España que fue un país muy sabio. Formamos una banda con músicos argentinos con la que hacíamos una fusión de jazz y rock, menos uno que era uruguayo todos los demás éramos argentinos. Era una banda muy copada y tocábamos muchas de mis canciones en colegios mayores.
30— Y el éxito llego de nuevo, pero en Europa...
RN—La música sudamericana no es popular allá y yo tenía que escribir para el público español. En ese contexto grabamos Santa Lucía que se convierte en un fenómeno en todo centro Europa. ¿Suerte? ¿Destino? No sé. Los españoles no tenían rock y ellos veían en mí eso. Lo de Santa Lucía fue definitivo. Vendí mi idea a una discográfica y grabé el disco más vendido de mi vida, sin saberlo, que fue Un amante de cartón. Fue en 1980, me acuerdo que el mismo día que yo estaba grabando las voces del disco lo mataron a John Lennon. Estaba en los estudios Eruo Sonic, crucé a comer algo en un bar y estaban Los Beatles en televisión. De repente aparece un periodista diciendo que mataron a Lennon. Estuve en shock, sin hablar por horas.
30D— ¿Cómo influyó el fenómeno de Los Beatles en vos?
RN—Yo tocaba de chico la guitarra, había estudiado algo de música pero encontré en la música una razón de vida cuando aparecieron Los Beatles y mostraron que eso era posible. Fueron dios, fueron la nueva aparición de una verdad no revelada a la tierra. No exageró John Lennon cuando dijo ‘Somos más famosos que Jesucristo’. Cuando los veía tocar, veía la felicidad: porque estaban contentos, porque eran buenos, porque lo hacían bien y, además, ni siquiera eran americanos, ¡eran ingleses!
30D—Seguís siendo un fanático de Los Beatles, obviamente…
RN—Para el reencuentro de Lito nebbia con Los Gatos, hace unos años, escribí El exilio interior, ahí cuento que cuando se cumplieron las profecías y nacieron Los Beatles yo les escribía cartas, en un inglés muy malo, y ellos me contestaban con canciones. Porque no importa qué inglés hables, ellos sabían comunicarse con sus primos a través de sus canciones. Eso es lo que nosotros vivíamos con Los Beatles: la posibilidad de una esperanza. Después apareció la política y ahí otros nos dijeron: ‘No pibe, la única posibilidad que hay es la de rebelarse contra el sistema’.
30D—Lo decís con dolor a eso…
RN—Es que yo, y muchos otros, nos la comimos que era así. Pensamos que había llegado la colimba para siempre. Desde que yo empecé a militar, del 73 en adelante, todos los días te amenazaban y uno se acostumbra porque piensa que todo el mundo está en guerra. Y no era así, había un montón de gente que estaba mirando todo eso de afuera. Yo me di cuenta que cuando me fui a España, por la forma de concebir la vida, nuestra manera necesitaba una relectura urgente. Siento que creamos un mundo que para los demás no existía.
30D— ¿Tenés hijos?
RN—Sí, dos, ya son grandes. Lautaro y Candelaria Fernández Petraglia. Los dos viven en Buenos Aires. Él es músico, murguero y un gran actor. Ella parece una celta, es rubia, hermosa y canta muy bien. Los dos, además, están muy preocupados y comprometidos con la militancia política.
30D—Bueno, al final no me dijiste cómo fue que viniste a vivir a Rosario…
RN—Es muy sencillo: yo estoy acostumbrado a irme siempre. Troilo decía que estaba siempre llegando, bueno, yo siempre me estoy yendo. Pero en 1993 volví a la Argentina, formé una banda y nos pusimos a trabajar en teatros de la provincia de Buenos Aires y del interior del país. Me quedé y en una gira en 2003 conocí a una rosarina. Fue el 20 de septiembre en el teatro Broadway en que aparece una fan que me muestra una cantidad de fotos, a lo largo de los años, en las que yo estoy con ella. Yo no me acordaba muy bien quién era pero lo cierto es que se había vuelto una mujer muy guapa y le dije que teníamos que encontrarnos para que me diera explicaciones de porqué tenía esa cantidad enorme de fotos conmigo (risas).
30D— ¿Y tu profesión de aviador?
RN—En 1993 hice un curso de planeador en Junín en donde hay un club muy lindo de vuelo. Empecé con vuelos deportivos, después hice vuelos de motor y me convertí en piloto privado. En 2007 vine a una escuela de Rosario y siguió adelante el tema de los títulos y las licencias. Soy instructor y piloto comercial. Vivo en Fisherton con mi esposa, trabajo en el aeropuerto en Flyng Time, una de las escuelas de vuelo más importantes de Sudamérica, que está en Rosario. Volar es menos riesgoso que manejar un auto.


Nota publicada en Revista TreintaD