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miércoles, 15 de julio de 2015

Cierra el bar La Luna y se lleva un pedazo de cielo de los años 80

Por Graciana Petrone




El anuncio en la página oficial de Facebook del cierre a fin de mes del emblemático bar La Luna, de Tucumán y el bajo, impactó en la vasta y diversa clientela que durante más de tres décadas pasó por el lugar. Para muchos, el espacio convertido por uno de sus dueños como “el gran living de una casa en la que la disposición del mobiliario invitaba socializar”, no fue un boliche más. Inaugurado en 1982 por Gabriel Izquierdo, luego pasó a manos de Pablo Bonilla, quien aseguró ayer a El Ciudadano que pese a los cambios sociales y culturales producidos con el paso del tiempo el secreto que hizo que el sitio fuera el punto de encuentro en la noche de distintas generaciones fue “mantener intacto el perfil que nos identificó siempre: ser fieles al rock and roll”.
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“Quizás yo vivo este proceso de una manera muy diferente al de la clientela. Para mí es el fin de una etapa que abrí y cerré yo. Me llevo, incluso, los recuerdos de los amigos que hice a través del tiempo y hasta el haber formado una familia porque a mi ex mujer la conocí ahí”, contó Bonilla.
Sin embargo, quienes rondan hoy los 40 años o más sienten que con el cierre de la legendaria disco-bar se les arrebata uno de los pocos lugares que quedaban de la noche rosarina de los 80, cuando los boliches no tenían horario de cierre, no existían los after y mucho menos los celulares o las redes sociales. A falta de la tecnología que hoy los más jóvenes utilizan para organizar las salidas y las previas de los fines de semana, La Luna, durante nada menos que treinta años, junto al desaparecido bar El Barrilito, ubicado en la esquina de avenida Belgrano y Tucumán, eran los puntos de encuentro para “hacer amigos” –cerveza de por medio– y bailar con la música de Fito, los Redondos, Charly García, los Stones y hasta Los Beatles.

Bonilla contó también que se acercaron muchos compradores interesados en continuar con el bar pero que algunas propuestas eran “poner un boliche de cumbia o cualquier otra cosa que no tenía nada que ver con la impronta de Luna”. Por eso, confesó que prefirió bajar la persiana y no ganar dinero “porque el lugar iba a desaparecer de una y otra manera y el impacto para la gente de encontrarse con algo totalmente diferente hubiera sido el mismo que sienten ahora”.
Sereno, sin mostrar melancolía o tristeza, Bonilla confesó que el cierre del bar fue una idea que estuvo macerando desde hace bastante tiempo. “Fue todo un proceso que no se dio de un día para el otro. Pero uno de los detonantes fue una clausura que nos hizo la Municipalidad por tres fines de semana hace tres años, y como Luna siempre fue un bar que convocaba a la clientela por inercia, porque nunca hacíamos publicidad, a raíz de eso tuvimos un bajón del que jamás pudimos recuperarnos”, concluyó.

Lamentos en el Facebook
La confirmación del cierre de La Luna generó una inmediata reacción en las redes sociales. Habitués del bar expresaron su sorpresa y disgusto en la página de Facebook del emblemático boliche. “Una pena. Uno de los lugares donde en mi opinión... pasaban la mejor música”, escribió Matías Guzmán, mientras que Georgina Lys se lamentó: “Noooo... es un clásico de Rosario adonde daban ganas de ir”. Y algo parecido aportó Rodrigo Ortiz Acevedo: “El único lugar copado!!! no puede ser”. La usuaria Clau Mauj, en tanto, hizo un repaso: “Los que tenemos cuarenta nos quedamos sin lugares históricos de la noche rosarina... Cerró Bucanero, cerró Lefou, cambió Zeppelin, cerró Dixon. ¿Qué pasa? Un garrón, amigos”.
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-El hilo invisible de Tucumán y San Martín a pasaje Zabala y Sarmiento 
“Es el último reducto rockero de los 80 que queda abierto. Es un competidor, pero yo siento un profundo dolor por el cierre. Es como si muriera alguien de la familia”, reflexiona sobre el mítico bar La Luna el propietario de otro boliche, menos antiguo pero acaso no menos mítico, el café Berlín. Durante años ambos fueron los dos extremos de un hilo invisible que unía Tucumán y San Martín con pasaje Zabala y Sarmiento, sobre todo para grupos de chicas que tenían franqueado el ingreso –entraban gratis– a ambos lugares, pero también para jóvenes que, aun pagando entrada, aprovechaban la consumición que venía con ella, arrancando la noche en uno y terminándola en otro. Ahora, el histórico bar del Lulo, como más se conoce a Luis Corradín, seguirá solo. “Ojalá estuviésemos a tiempo de que cambiaran de idea”, dice el empresario, que alguna vez llegó a barajar la idea de quedarse con los dos íconos rosarinos.

Berlín abrió sus puertas en 1996 y es como la continuidad de Zeppelin, a metros nada más en la misma cortada Zabala, que había abierto en 1992, pero hace ya tiempo dejó de existir. Berlín, en cambio, cumple esta misma semana sus 19 años en pie.

A diferencia de La Luna buscó otro nicho, pero compartía buena porción de clientes.
Uno ofrecía espectáculos; el otro, más que nada música. Uno era más “under” y se bajaba a un sótano; el otro, más rocker, abría su planta alta. Uno tentaba a una franja más juvenil; el otro tenía una frontera más alta, alternando a chicos que recién pasaban sus veinte con históricos habitués que podían llegar a duplicar esa edad. Pero buena parte de los clientes de uno lo eran también del otro y, como se dijo, muchas veces en la misma noche. “Pero hoy todo cambió. Antes, la geografía podía decidir la salida. Hoy se busca en internet. Ya no es la misma cultura under de los 80 y los 90 que se enteraba y se movía a través de medios alternativos”, reflexiona Corradín.

Lejos de los inicios en “la noche”, el propietario del Berlín compara a su boliche y a La Luna con una pyme. “Administrativamente es igual. Hay que esforzarse por posicionar la marca, tener presencia con las empresas, tener difusión entre los clientes”, explica, refiriéndose, por ejemplo, a las marcas de bebidas, en particular a las más fuertes, que no tendrían suficiente poder para voltear un lugar, pero sí para levantarlo. ¿Cómo? Por ejemplo con los consabidos 2x1 en tragos, promociones que las marcas comenzaron a hacer por sí mismas, más allá de la política comercial de los propietarios de boliches.

Y ese cambio total de costumbres, que incluyen la resurrección de bebidas –el Fernet en los 90, el Amargo Obrero hoy, pero incluso Cynar, Gancia y Cinzano ponen la mira en los jóvenes– también tiene otro paso marcado, que es la presión inmobiliaria.

Demasiado –o no– para el viejo bar La Luna, que seguirá así los pasos de otros boliches que sólo quedan en el recuerdo, como La Rockería, montada en una vieja casona de Weelwright y España, o el histórico El Barrilito, de Tucumán y Belgrano, una construcción todavía más antigua: ambos son hoy edificios de lujo y con vista al río, sin trazas de lo que había antes.

Para Diario El Ciudadano

miércoles, 1 de julio de 2015

Eduardo Serón: "Negaban que lo que yo hacía fuera pintura"

Eduardo Serón fue uno de los primeros creadores rosarinos que se volcaron al arte concreto, tendencia que, por esas cosas del destino, formalizó Theo van Doesburg en su “Manifiesto de arte concreto” en 1930, el mismo año en que nació el pintor local.

Eduardo Serón- Foto: Pablo Jantus
Por Graciana Petrone

Eduardo Serón fue uno de los primeros creadores rosarinos que se volcaron al arte concreto, tendencia que, por esas cosas del destino, formalizó Theo van Doesburg en su “Manifiesto de arte concreto” en 1930, el mismo año en que nació el pintor. En Europa, a mediados de la década del 50, quienes se dedicaban a este tipo de trabajos gozaban desde hacía más de una década del éxito y el reconocimiento de sus pares, en especial en Italia o Francia, donde la práctica estaba consolidada. Sin embargo, en la Argentina, y sobre todo en Rosario, los críticos y artistas resultaron ser más conservadores. 
En ese contexto, Serón expuso por primera vez en 1954 una serie de telas con figuras geométricas y colores planos. Confiesa que debido a eso fue sumamente cuestionado por otros artistas, quienes llegaron a negar que lo que él hacía fuera arte. En contrapartida, hoy asegura que pocos son los cuadros que le han quedado porque “se los han llevado a casi todos”, lo que indica que fue y es uno de los pintores más cotizados de Rosario.
—¿Esa primera muestra implicó romper con las estructuras existentes?
—No me lo propuse como romper con las estructuras, sino como necesidad expresiva. Me apasionaba el mundo del arte concreto, que suponía la creación de formas o un poco también la invención de formas. Sobre todo, creando formas en el plano tratando de eludir cualquier alusión espacial. 
—Después ese concepto del espacio cambió…
—Fue una premisa que se mantuvo mucho tiempo hasta que comprendimos, quienes hacíamos eso, que poner un punto en un plano ya era generar una idea de espacio, porque entonces el punto pasa a ser figura y el espacio, el espacio infinito. De todas maneras me propuse crear espacios no convencionales y de ahí usar la geometría y los colores planos. El color plano era otro requerimiento de este tipo de arte porque también se evitaba toda alusión espacial en ese sentido y, por ende, quedaba determinada a los contrastes de colores y las formas y no por la volumetría de la materia.
—¿Cómo lo sostuvo en el tiempo?
—Lo sostuve unos cuantos años. Las presiones fueron muchas. Tenía un amigo que iba a un taller de pintura y me comentó que me habían despellejado, directamente, que habían negado que lo que yo hacía fuera pintura y eso se extendió a varios miembros del Grupo Litoral que estaba en vigencia en aquella época, hablo de mediados de los años 50. Pero yo seguí con mis cosas, incluso me propuse hacer una especie de investigación de la creación y generación de formas. Hice una serie de dibujos en sucesión, encadenados, de los cuales no me queda ninguno porque me los han llevado todos. 
—Eso no es algo frecuente para los artistas plásticos locales…   —Así como fui rechazado en los 50, en los últimos veinte años han venido desesperados a comprar mis cosas. Incluso tuve un canje con Raúl Gustavo Aguirre, gran poeta y amigo, en ocasión de la primera reunión de arte contemporáneo que se hizo en Santa Fe y que organizó Francisco “Paco” Urondo. La nómina de los que participaron fue infinita pero de Rosario fuimos invitados solamente dos, entre los que me encontraba. Eso creo que causó gran indignación entre los miembros del Grupo Litoral, que no fueron tenidos en cuenta.
—¿Formar parte del Grupo Litoral suponía cierta relación de la producción con el río y su entorno?
—A mí no me interesó para nada empatizar con el entorno y pienso: nuestro entorno está plagado de inmigrantes de distintos países del mundo. Si buscamos un color local, podría ser que lo haya en el río pero la ciudad es un múltiplo de nacionalidades. En el grupo estaba el gran pintor Alberto Pedrotti que, justamente, era independiente. Su pintura está muy alejada de la idea del río y de la zona. En cambio, el manifiesto del grupo era crear un arte que estuviera vinculado al entorno. ¡Como si el entorno nuestro no fuera la totalidad del mundo! Es un despropósito.
—El haber elegido dedicarse al arte concreto, ¿cree que lo llevó a ser cuestionado también en otros aspectos?
—Yo entré en el primer concurso que se hizo de docencia por antecedentes y oposición en la Facultad de Arquitectura, en 1963. Me presenté a las horas de Pintura, estaba en el lugar diecisiete porque no tenía el título de profesor de artes visuales, aunque tenía un bagaje de exposiciones de una calidad que nos la tenía ninguno de los que se presentaron. Pero el mismo jurado que me había puesto decimoséptimo decidió darme el primer lugar. Después que se supo el resultado fuimos a una muestra y cuando nos preguntaron sobre quién había ingresado, no les fue muy grata la noticia de que había sido yo. Creo que nunca fui muy apreciado en el entorno del arte. Tampoco nos sentimos muy cómodos trabajando en la Escuela de Artes Visuales, en especial por el trato que recibíamos de los directores y otros colegas. Aunque a Mele la respetaban mucho porque enseñaba a dibujar de verdad.
—¿A qué atribuye ese rechazo?
—Un poco de todo pero, fundamentalmente, porque íbamos teniendo cierta relevancia fuera de la escuela. Cuando nos jubilamos no volvimos nunca más. Pasé cosas muy desagradables allí. En una ocasión volvimos en 1979 de un viaje y me enteré que un bajorrelieve en tela de Lucio Fontana, que había sido donado a la cooperativa de la escuela, se lo habían vendido a Gilberto Krasniansky por dos millones de pesos para hacer el techo del taller de escultura. Después, supimos que al día siguiente de la transacción él lo vendió en Buenos Aires por veinte millones. Esas cosas me indignaban mucho y ocurrían por la ignorancia de la gente.
—Sin embargo, usted es uno de los pintores rosarinos cuyos cuadros son más requeridos…
—De Rosario no me puedo quejar. Hubo momentos en que nuestras obras tuvieron una gran demanda. A finales de los años 60, por ejemplo, entraron en una especie de planicie pero en 1994 hicimos Mele y yo, en el Museo Castagnino, la exposición “40 años con el arte”. El cónsul de España estaba en la ciudad y se interesó por mi obra, adquirió una para él y otra para el consulado. También compró un par de grabados.
—¿Qué les diría a los jóvenes que se están iniciando en el camino de las artes plásticas?
—No les puedo marcar ninguna pauta, sólo decirles que, así como cuando yo me inicié hice lo que consideré mi necesidad, que ellos hagan lo que sientan que es su necesidad; que sean consecuentes con ellos mismos y se desarrollen, en primer lugar, como personas. Si uno no es, ante todo, una persona, va a salto de mata persiguiendo lo que está de moda, lo que no es sano del mismo modo que tampoco es sano en política salir de un partido y ponerse en otro con tal de escalar en el poder.
—¿Hay producciones de artistas jóvenes que le interesan? 
—Sí, por supuesto, pero no me atrevería a nombrar a dos o tres porque seguramente voy a omitir a otros diez que se pueden sentir afectados y merecen ser nombrados también. Siento que en la actualidad la gente joven nos quiere y respeta mucho más de lo que lo hicieron las generaciones anteriores.  
—Desde aquella primera exposición en 1954 pasó mucho tiempo. ¿Cómo se siente hoy?
—Felizmente, luego de mis búsquedas e investigaciones me siento pleno. Después, si la obra trasciende o no, no lo sé. Es algo sobre lo que he hablado en alguna ocasión con un pintor amigo: puede ser que la obra sea reconocida después de la muerte del artista o que quede ahí. De todos modos, no voy a estar vivo para verlo.

Eduardo Serón - Biografía

Eduardo Serón nació en Rosario en 1930. Estudió arquitectura en la Universidad Nacional del Litoral, durante ese tiempo tomó clases de pintura y hacia 1950 comenzó  a interesarse por el arte concreto. Cuatro años más tarde expuso por primera vez en Rosario cuadros que mostraban esa tendencia, lo que marcaría el rumbo de toda su obra. En la década del 60 formó parte de los grupos Refugio y Taller. 
En 1963 ganó el primer concurso por oposición y antecedentes que se realizó en la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional de Rosario para dar clases de pintura. Fue también profesor en la Escuela Provincial de Artes Visuales. Entre otros cargos, se desempeñó como director del Museo Castagnino. Desde su primera muestra, en 1954, participó de más de 150 exposiciones individuales y colectivas en museos y galerías del país, como también de ciudades de Latinoamérica y Europa. Fue jurado de importantes concursos, dictó numerosas conferencias y recibió, entre otros, los premios Beca Anual de la Provincia; Adquisición Banco Municipal de Rosario y Dr. Carlos Corbella, otorgado por la Fundación Héctor Astengo por su aporte a la cultura de la ciudad. En 2009 expuso su obra antológica en el Museo Castagnino, con curaduría de Nancy Rojas. La recopilación de esa muestra fue recopilada en un libro por Ediciones Castagnino+Macro.

Cuando el arte se une con la vida

Mele Bruniard y Eduardo Serón son dos plásticos de gran talento y poderosa obra. Ella y él, cada uno con su lenguaje y técnica, han plasmado imágenes que perdurarán. Nacieron en el mismo año, 1930, y se casaron tres décadas más tarde. Aún siguen juntos: son un matrimonio especial, en el que conviven el amor mutuo y la devoción por su trabajo.
Bruniard - Serón Foto: Celina Mutti Lovera

Por Graciana Petrone


Mele Bruniard - Foto Celina Mutti Lovera
En poco más de veinte minutos el golpe seco del sonido de un viejo reloj de pared avisará que ya es mediodía en el departamento céntrico que comparten desde hace casi seis décadas Eduardo Serón y Mele Bruniard, matrimonio de artistas plásticos indiscutidos, si los hay. “Aunque cuando comencé a exponer, allá por 1954, fui muy cuestionado y criticado por mi obra, lo que se hizo extensivo a ella, sólo por el hecho de estar casada conmigo”, dirá más tarde él, y también expondrá los motivos por los cuales cree que no fue aceptado por muchos pintores de su generación. La campana vuelve a sonar una hora más tarde pero el tiempo pareció detenerse. Hasta los rayos del sol, que traspasan los vidrios de dos anchas ventanas, iluminan el comedor de una manera diferente a la de cualquier otra habitación conocida, dándole al cuarto un efecto de caleidoscopio debido a la cantidad de pinturas, grabados y retratos colgados en las paredes que generan una sensación de continuo movimiento de colores y luz.
Sobre una mesa redonda, Mele seleccionó algunas de sus láminas, la mayoría son xilografías de rostros y también hay bocetos que intentó plasmar luego de que un auto la atropellara en 2012 dejándole prácticamente imposibilitada una de las manos. Sin embargo, a los 84 años, menuda y de apariencia frágil, a fuerza de voluntad y paulatinamente está tratando de recuperar lo que ella misma define como aquello que desde muy pequeña fue el centro de su existencia: “Siempre fue mi vida, no necesitaba otra cosa más que me dejaran un lápiz y un papel para dibujar”.
Los recuerdos de su infancia en Reconquista —ciudad donde nació y vivió hasta que a los diez años la muerte de su padre hizo que junto con su madre y sus dos hermanos tuviera que mudarse a Rosario— afloran de manera inevitable. Así, esa mujer que estudió con el mismísimo Juan Grela, que expuso en numerosas galerías y museos del país y el exterior y además fue una de las primeras integrantes de la Asociación de Grabadores Rosarinos, cuenta con una calidez enternecedora esos primeros tiempos de su vida que, sin duda, marcaron el rumbo de una obra en la que el sufrimiento, la pasión y la necesidad de mantener vivos a sus seres queridos se combinaron con estudio, práctica y docencia, perfeccionándose así en la xilografía de tal forma que se convirtió en una las máximas referentes de esa técnica en la actualidad.

Marcas de la niñez

La casa de su infancia en Reconquista ocupaba un cuarto de manzana. Mele recuerda que tenía un jardín grande y, en el fondo, “un redil en donde había pavos, pavitas, gallinas pigmeas y batarazas y un gallo, hermoso dueño de toda esa vivienda”. Sin ir a la escuela todavía, porque aún no contaba con la edad suficiente para hacerlo, cuando se iban sus hermanos ella se quedaba sola observando a los animales durante horas.
“Había entre la fauna una chuña, se la habían regalado a mi padre. Convivió con los demás por un tiempo pero después la sacaron porque era terrible. Era pequeña, gris, tenía dos ojos como semillas y con el pico negro, finito y curvo sacaba granitos de la tierra”, cuenta.
El jardín se constituyó, entonces, como una parte de su universo en el que se mezclaba su sentido de observadora precoz con el amor por los animales y las plantas que, asegura, heredó de su madre. “Hasta teníamos un viejo jardinero que había venido de Italia, cuidaba del lugar y también me cuidaba a mí cuando la chuña me corría para picotearme”, relata con una sonrisa que se va desdibujando cuando inevitablemente regresa a su memoria la muerte de su padre y cómo ese hecho hizo que su vida diera un giro rotundo.
“No tuve tiempo de tomarlo ni siquiera como un desarraigo porque la realidad me aplastó, me pasó por encima. Yo estaba muy ensimismada con ese mundo tan particular en Reconquista en donde las calles eran enormes y de tierra. Había por cada cuadra un solo foco de luz y entonces salir de noche era toda una aventura”, relata mientras confiesa que la muerte temprana de su padre “fue una bomba que explotó en la casa”.
La tragedia sacudió a Mele, que a los diez años tuvo que ocuparse de desarmar la casa y preparar la mudanza porque su madre padecía esquizofrenia y el fallecimiento de su marido la desestabilizó aún más. Eduardo interrumpe la charla para recordarle que “en ese momento también descubrieron que un tío les había vaciado la caja fuerte de la escribanía de su padre”, por lo que se quedaron sin un centavo. “Hice de todo —dice— hasta llegué a tocar una pieza con la pianola en la puerta del almacén para pagar la cuenta que debíamos”.

Vivir en Rosario  

En una ciudad que para ella, su madre y sus hermanos era extraña, quien casi dos décadas después daría sus primeros pasos para convertirse en una reconocida artista añoraba todo aquello que había tenido en Reconquista: su padre, las calles anchas que por las noches eran oscuras, los animales, su casa de un cuarto de manzana con jardín y al jardinero que cuidaba de que la chuña no le hiciera daño. Tal vez por eso, los primeros tiempos de su etapa escolar en el Normal N° 1 no fueron gratos. En ese entonces, no tuvo la conciencia suficiente para darse cuenta de que sufría las secuelas de un exilio, de un viaje sin retorno a esa parte de su infancia en la que sintió que fue feliz.
A los tumbos pudo terminar la primaria, después ingresó a la Escuela de Bellas Artes, que por entonces era el Profesorado de Bellas Artes y funcionaba en el Normal N° 2. Eduardo recuerda que allí Mele tuvo docentes muy dispares, sin embargo hubo una maestra en particular que influyó mucho en ella. “Le llevaba frutos y hojas y le hacía hacer técnicas de sintetizar esos elementos. En cambio, el profesor de grabado no le enseñó ni siquiera la técnica”, agrega Serón.
Decidida a seguir el camino que eligió cuando apenas con tres años lo único que la hacía feliz era tener una hoja y un lápiz para dibujar, Bruniard asistió durante algunos años al taller de Carlos Uriarte pero se dio cuenta de que con la pintura no se llevaba muy bien y entonces comenzó a estudiar con Juan Grela. Mele  asegura que “en un año él me enseñó todas las técnicas de grabado y al poco tiempo expuse por primera vez”. Eduardo vuelve a interrumpir para contar que él fue a esa muestra, aunque en esa ocasión no se cruzó con quien sería su compañera de toda la vida: “Nos presentó una amiga en común tiempo después y nos casamos a los 30 años, cuando en ese entonces se consideraba que alguien a esa edad ya era viejo para hacerlo”.

El secreto: la imaginación

Apenas se recibió, ingresó a trabajar en el Normal N° 2 como profesora de Dibujo y Manualidades. “Mele hizo allí todo un cambio en la enseñanza que quizás no ha trascendido. Cuando entró se encontró con que las profesoras anteriores les daban a los chicos figuras de animalitos de cartón para que ellos las pusieran sobre el papel, dibujaran la silueta y luego colorearan”, explica Serón. “¡Los tiré a la basura a los cartoncitos! Los chicos iban creando sin modelo alguno, ni siquiera llevaban láminas”, cuenta al respecto Mele.
Para ella, el secreto reside en incentivar la imaginación y considera que cualquier persona puede convertirse en un gran artista. “Existen dos posibilidades —dice Bruniard—: una, la de aquel individuo que pretende copiar la naturaleza pero en definitiva no la puede recrear porque la naturaleza es totalmente independiente de todo, el universo es una realidad naturalista y eso no tiene gracia alguna; la otra posibilidad es el que parte de la naturaleza pero la transforma o reinventa, incluso, aquello que ni siquiera es tomado de la realidad”.
Justamente, los últimos trabajos que la artista pudo hacer antes de sufrir el accidente que la dejó con severas dificultades en su mano, se basaron en recrear, a través de la memoria, nada menos que setenta cabezas estampadas en cartulina de quienes fueron sus alumnos cuando daba clases en la escuela primaria. Algunos de esos grabados hoy cuelgan sobre una de las paredes del comedor de su departamento y se suman así a las numerosas obras que el sol del mediodía vuelve más radiantes, aunque seguramente, cuando llega la noche, continúan brillando porque cada retrato, pintura o grabado son pequeños mundos que tienen luz propia.

Mele Bruniard - Biografía
Nélida Elena “Mele” Bruniard nació en Reconquista, en 1930. Tras la muerte de su padre, en 1940 vino a vivir a Rosario junto a su madre y hermanos. Cursó sus estudios primarios en el Normal N°1 y en 1951 se recibió de profesora de Dibujo y Pintura en la Escuela Superior de Bellas Artes. Asistió al taller de Juan Grela, donde adquirió saberes específicos de xilografía. Después de un año el maestro la convocó para formar parte de la Agrupación de Grabadores Rosarinos. Es una de las máximas referentes del grabado  en la actualidad.
Al igual que su esposo, desde 1954 ha participado en cientos de muestras en el país y en el extranjero. Participó como jurado de concursos y fue galardonada en numerosas ocasiones. En 2012 se presentó una muestra retrospectiva de sus grabados, con curaduría de Nancy Rojas, la cual fue recopilada en una impecable edición de Castagnino+Macro. Conserva una colección de 38 cuadernos forrados en tela en los que reunió apuntes, dibujos y breves análisis de su hacer cotidiano en relación con el arte.