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martes, 13 de agosto de 2013

Tragedia en Rosario: El bulevar de los sueños rotos (*)

Bomberos trabajan en la zona del desastre

Graciana Petrone
Angustia, silencio y desolación es lo que se vive y percibe en las inmediaciones del edificio que explotó y que dejó muertes y personas desaparecidas bajo los escombros. A metros de ahí, la acera central del bulevar Oroño ya no muestra su escenario frecuente de estudiantes que van o vienen a clases o adolescentes despreocupados que andan en rollers. El paseo de Oroño no es el mismo desde la fatídica mañana del martes 6 de agosto, donde ahora no cesa el ir y venir de cientos de bomberos voluntarios y zapadores, rescatistas, médicos, paramédicos, gendarmes y policías especializados que hacen un trabajo cuerpo a cuerpo revolviendo entre los escombros en busca de sobrevivientes. Y a eso se agrega contingentes de ex combatientes de Malvinas y otros voluntarios.

La realidad es por momentos tan desgarradora que conmueve hasta a los hombres más avezados en tareas de salvataje. En sus momentos de descanso, algunos rescatistas esperan afuera de la zona del desastre la señal de los que están a cargo para ingresar nuevamente a levantar escombros en busca de vida. Y, salvo aquellos que conforman los equipos de elite en materia de salvataje a nivel nacional y que intervinieron en los siniestros más recordados de las últimas décadas, en varios de los que trabajan en la zona de Oroño y Salta hay una frase que se repite: “Nunca vivimos algo así”.

Ariel Pérez tiene 30 años y es uno de los integrantes del equipo de paramédicos voluntarios que trabaja en el lugar desde las primeras horas de ocurrida la explosión. Atiende a El Ciudadano en Salta y Oroño y la charla, aunque es breve, no deja de ser intensa. En realidad, en lo único que piensa es en volver a entrar a la zona del desastre para seguir sacando escombros. “Somos paramédicos, y todos los que estudiamos para eso deberíamos estar acá todo el tiempo”, dice. Aunque él mismo no puede hacerlo porque su trabajo de administrativo en un centro de salud de Villa Gobernador Gálvez demanda que cumpla un horario de al menos tres horas diarias “porque no hay personal en el dispensario que tome los turnos”, aclara.
Si bien a medida que pasan los días las expectativas de encontrar gente con vida en el derrumbe se vuelve más incierta, Ariel no baja los brazos, tiene fe. Casi todos los que están ahí la tienen. “Nos enteramos por los medios de la situación y empezamos a comunicarnos con los distintos paramédicos: egresados, estudiantes y ex alumnos de la carrera y nos pusimos a disposición de las autoridades para ayudar en las tareas de búsqueda y rescate”, cuenta con naturalidad.

Los paramédicos autoconvocados (y todos los que participan en las acciones de salvataje y remoción de escombros) trabajan casi sin descanso y responden a los requerimientos de la brigada de Bomberos de Búsqueda y Rescate. “Es muy fuerte lo que se vive ahí adentro”, dice, con la mirada clavada en las vallas que separan el lugar de la tragedia de las cámaras de televisión. También dice que es una situación de estrés muy grande la que pasan los familiares de las personas desaparecidas, quienes  hacen vigilia las 24 horas a la espera de noticias, y es por eso que tratan de darles contención.

Entre los momentos más fuertes que Ariel recuerda haber pasado dentro de la zona del desastre está cuando le tocó atender a heridos en estado crítico. “También me movilizó mucho ver el trabajo codo a codo de otros compañeros que nunca viste en tu vida y saber que es todo por una misma causa”, dice antes de terminar la charla. Después desaparece tras el vallado, con su traje naranja, y vuelve al lugar del siniestro, a vivir en carne propia lo que durante los dos últimos años de la carrera de paramédico lo conoció a través de una suerte de simulacro de accidentes con víctimas múltiples.

(*) Nota publicada en diario El Ciudadano 

“La prueba viviente” de Patricia Suárez (*)

"En la escritura hay que hurgar en la piedra para sacar arte de ella", dijo la autora rosarina, quien presentará en La Feria del Libro una novela en la que navega la delgada línea que separa la comedia del drama y sobre la que da detalles junto a sus "singulares" métodos de escritura.

Foto Patricia Suárez, de blog Eterna cadencia


Graciana Petrone
La desventura confina a Mendo, el protagonista de La prueba viviente (Editorial Fundación Ross), la nueva novela de Patricia Suárez, a una vida de desaires y abandono. Cuando era niño, en un accidente de tren, perdió a sus padres y además debieron amputarle los dedos de los pies. Con la resignación propia de lo que no tiene remedio, cuando fue un adolescente el muchacho buscó refugio en sus propios pensamientos. Lejos de abrirle nuevos horizontes, sus fabulaciones lo enredaron en una cadena de sucesos disparatados e imprevistos a los que la multipremiada autora rosarina convierte, con su humor característico, en escenas que caminan por la delgada línea que separa la comedia del drama.

Vehemente y prolífica como pocas, con sus 43 años Suárez tiene más de 30 libros publicados de poesía, narrativa, ensayo y teatro. Es buscada por editoriales internacionales y fue galardonada con importantes premios. Aunque su producción incesante hace que los lectores puedan imaginarla con una estructura metódica de trabajo, la escritora asegura que “no siempre el orden, la inspiración y la sensibilidad van de la mano”, a lo que se le suma su rol de madre las 24 horas, lo que no es poco.
Poco antes de la presentación de esta nueva novela en la Feria del Libro Rosario 2013, Suárez dio detalles de su factura y de su particular universo creativo.

—¿Cómo armaste este personaje tan oscuro que es Mendo y a partir de él una historia tan dinámica como es La prueba viviente?
—Hubo dos cosas que tenía en mente desde hacía mucho tiempo y se confabularon para crearlo. Una, cuando yo era chica, tenía una vecina unos cinco años mayor, cuyos padres habían muerto en un accidente de tren. A ella la criaron los abuelos, que tenían una despensa. En el accidente la chica había perdido los dedos de los pies e iba a la pileta del club con skippers de plástico. (ya nadie debe saber qué eran las skippers). La otra idea que me daba vueltas es la de alguien que se vuelve loco al cumplir 20 años: es una edad muy frágil.

—Es una novela de humor, aunque un humor bastante especial…
—Y sí. En medio de cosas horribles, hay humor. Es la vida, ¿no?

—¿Ese dinamismo y los cambios constantes de escena de este libro tienen que ver con tu historia como dramaturga?
—Ay, no!!!. Nada que ver. En realidad, es como Jekill & Hyde. Para narrar tengo que olvidarme del teatro y viceversa: dos zonas que no se tocan. Pero el dinamismo creo que está basado en mi propio aburrimiento. Cuando me aburro de lo que está pasando, necesito cambiar de escena…

—¿Qué género preferís?
—Me cuesta elegir un género. Hoy día me siento cómoda en el cuento y el teatro. La novela es costosa, exigente de tu energía y concentración, necesitás dedicarte a ella lo más a pleno posible y es difícil de conciliar con mis trabajos. Yo vivo de escribir en medios gráficos, manuales de texto o por encargo, y siempre tengo algo que escribir además de la novela magna. El teatro me gusta porque es social y uno puede equivocarse, podés cometer errores. Entonces viene el director y te dice: “Hay una incongruencia dramática en la acción” y revisás y corregís. En ese sentido, la escritura dramática tiene menos presión, estás más acompañado. Y escribir cuentos hoy por hoy, que nadie quiere editarlos, es una delicatessen.

—Tu primer libro lo publicaste siendo muy joven y hoy llevás un promedio de un libro y medio por año a partir de ese primero, ¿cómo es un día de tu vida?
—Empecé a publicar a los 27. Mis días son un caos y así y todo trato de leer un libro, una obra, o lo que sea por día. Leo de todo, antropología, literatura, psicología, historia, recetas de cocina, libros para chicos, poesía. Tengo una nena de 10 años que está a cargo mío todos los días de la semana y cero ayuda doméstica, con lo cual a veces me siento como Alicia, que siempre llega tarde o se está yendo apresurada. Debería ser ordenada con la escritura, ¡y con la plata!, pero no me sale. Igual, el orden y la inspiración, la sensibilidad, no van de la mano. Así y todo, me levanto cada día lo más temprano posible, me tomo tres cafés y me siento frente a la compu. Tengo muchos proyectos abiertos de trabajo, así que trato de engancharme con alguno. Abro el documento, escribo el primer párrafo y… si fluye, sigo escribiendo. Si no fluye, me limito a mirar las actualizaciones de Facebook, las noticias de Yahoo, leo, hago la comida, voy a la lavandería, salgo a correr al Parque Lezama… Después apenas si tengo tiempo por la tarde para trabajar y a la noche estoy rendida de cansancio: no puedo juntar dos ideas.

—¿Cómo convive el trabajo de madre con el de escritora y en una ciudad como Buenos Aires?
—El año pasado viví unos meses en la ciudad de Santa Fe y cuando volví de allá a Buenos Aires –a mi barrio de San Telmo, donde vivo desde que salí de Rosario– podía escribir al atardecer. A un año de haber vuelto de Santa Fe, ya no puedo. Buenos Aires es muy agotadora, muy estresante: llegás rendido a la noche. Sin embargo, hay otros días en que me siento a la mañana frente a la compu y el texto fluye y es maravilloso, epifánico. Entonces no me despego de la computadora. Alimento a mi abnegada hija con sopas instantáneas de tres minutos u omelettes de queso (nuestros clásicos), no voy al gimnasio, no hago nada de la casa, suspendo los compromisos que tenía para ese día y sigo escribiendo. Cuando la intensidad, la inspiración, o la Musa se te presenta, no se puede desaprovecharla: hay escasas posibilidades de que un texto surgido en esas condiciones no sea un buen texto. Es como si fueras a un set de filmación en Hollywood como periodista, donde filma Jude Law, de quien siempre estuviste enamorada en secreto y él te ve y te susurra: “Siempre quise conocer una mujer como vos”. ¿Y qué hacés, le contestás “qué lindo, qué amable, pero justo tengo que llevar a la nena a la escuela que hoy entregan el boletín”?
 
—¿En qué estás trabajando actualmente?
—Terminé hace muy poquito una obra sobre mis abuelos maternos; se llama Marcela. Ahora me voy a pasar como dos meses en silencio, hasta que se me ocurra algo muy bueno. Quisiera hacer una obra inspirada en el cuadro La mujer barbuda, de José de Ribera, que era un español del siglo XVII que vivía en Nápoles. Investigué muchísimo sobre el tema, pero no me parece que sea el momento aún de lanzarme a escribirla. Aunque no sé, debería comenzar a borronear a ver si encuentro algo. Esto es un poco como la escultura: en la escritura hay que hurgar en la piedra, para sacar arte de ella.

Géneros, obras, premios
Narradora, poeta y dramaturga, Patricia Suárez imparte clases de escritura creativa a niños y adultos y colabora en distintos diarios y revistas culturales de Argentina y Uruguay. Entre algunas de las novelas y cuentos que escribió se encuentran Perdida en el momento (2003), Un fragmento de la vida de Irene S. (2004), Álbum de polaroids (2008), La cosa más amarga (2011) (novelas) y Esta no es mi noche (cuentos, 2005). Publicó también, entre otras, las obras de teatro Las polacas (2003), Trilogía Peronista (2005), La Germania (2006), y Herr Klement; los libros de poesía Fluido Manchester y Late. Al mismo tiempo es autora de libros de cuentos infantiles como Historia de Pollito Belleza (2010) y El cochero rata. Entre una nutrida serie de distinciones recibió el Premio Fondo Nacional de las Artes; el Premio Instituto Nacional de Teatro; el Premio Secretaría de Cultura de la Nación (2001), y el Premio Clarín de Novela (2003).

(*) Nota publicada en diario El Ciudadano