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martes, 10 de junio de 2014

Los cuerpos y las sombras, nueva novela de Eduardo Sguiglia

Literatura y violencias antiguas y actuales. Dos asesinos a sueldo y un jefe de cártel de drogas, veteranos de Malvinas y policías mediocres son parte de la escena en la que dos militantes del ERP revisan su pasado revolucionario en un relato de enorme tensión difícil de abandonar. 

 Por Graciana Petrone

Como si no alcanzaran en una sola historia –para generar suspenso y acción extrema– dos asesinos a sueldo y un jefe de un cártel de drogas mexicano herido por una amante que huyó robándole más que el corazón, en Los cuerpos y las sombras (Editorial Edhasa), del rosarino Eduardo Sguiglia, aparecen también un ex veterano de la Guerra de Malvinas, unos policías mediocres y dos militantes del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) que se encuentran después de 30 años y que son el eslabón principal de una cadena de persecuciones, violencia y muerte.

En 17 capítulos cortos el autor entrega una novela de aventuras en la que no faltan los personajes, sucesos y elementos característicos del género como el misterio, los cambios constantes de escenarios y también la heroína y el hombre que por amor siente que debe protegerla del peligro. Audaz, el autor hace que la historia transcurra en Texas, Distrito Federal de México y Buenos Aires hasta terminar en una casa de campo en las afueras de Rosario.

Pero además, sus protagonistas viajan a un pasado que será determinante de lo que les  ocurra en el presente: los años de militancia en la Argentina durante la última dictadura y el posterior exilio, el África y hasta la Guerra del Golfo Pérsico. Así, con especial hincapié en la descripción de los lugares, los personajes y las circunstancias, Sguiglia muestra cada fragmento de la novela como si fuera el pasaje de un guión cinematográfico y logra que la tensión en el lector no ceda sino hasta la última página.

La “Operación Gaviota”
La historia comienza con el reencuentro de Miguel y Ernesto, después de más de tres décadas de no verse, en la casa de campo de Miguel, en una localidad poco poblada del sur santafesino. Ambos fueron miembros del ERP, organización armada que llevó adelante lo que se conoció como “La Operación Gaviota”, fallido intento que buscó asesinar al ex comandante Jorge Rafael Videla a fines de 1976, a casi un año de que el militar asumiera como presidente del país.

Sin embargo, por un error en la sincronización de los explosivos el ERP no logró su objetivo, que era hacer estallar en el Aeroparque Jorge Newbery al avión que había abordado Videla junto a otros integrantes de la Junta militar. En la noche del reencuentro, los dos hombres evocan sus días de militancia, el peligro vivido y su exilio pero también hay reproches, en especial por parte de Ernesto, quien no le perdona a Miguel que haya abandonado la organización.

Un sentimiento de culpa se mezcla con un dejo de nostalgia y los ex militantes discuten sobre cómo hubiera cambiado el destino del país si la “Operación Gaviota” hubiera funcionado mientras uno de ellos dice: “¿La vida de cuántos compañeros presos o desaparecidos hubiera costado la de Videla? ¿De veinte? ¿De cien? ¿Doscientos? ¿Y la de Martínez de Hoz, Harguindeguy y del resto de los hijos de puta que viajaban en aquel momento en el avión? Aun así, ¿hubiese valido la pena? ¿Hubiera sido otra la Argentina? ¿Se hubiese desplomado la dictadura?”.

De narcos y mercenarios
El dueño de casa evita al principio contarle a Ernesto la verdad sobre la vida que llevó luego de  abandonar el ERP, aunque lo hace después de varias botellas de vino. Así, le confiesa que viajó a Angola, que estuvo involucrado en el mercado negro de diamantes en el África y, gracias a quedarse con algunas piedras preciosas, se fue a México en donde conoció a Andrea, su mujer. Al mismo tiempo que los ex militantes comparten un asado en la finca, dos mercenarios buscan por las rutas santafesinas a la esposa de Miguel.

Los asesinos a sueldo fueron contratados en Texas por un poderoso narcotraficante que fue amante de Andrea y que no le perdona su abandono y, mucho menos, que le haya robado miles de dólares.
Del mismo modo que el ERP no pudo impedir la continuación de la última dictadura en la Argentina, poco podrá hacer Miguel para evitar el desenlace fatal en su presente. “Los cuerpos y las sombras –señala la contratapa del libro– es el cruce de dos mundos: pistoleros que matan sin mirar a quién y viejos guerrilleros que siguen presos de las paradojas de la historia, y que no alcanzan a descubrir si fue un alivio o una fatalidad que aquel atentado fracasara”.

Como libros de viaje
Eduardo Sguiglia nació en Rosario, en 1952. Es economista y escritor. Durante la última dictadura militar en el país estuvo exiliado en México. En 1983 fue el primer embajador argentino en El Congo y al regresar a la Argentina trabajó como docente de la Universidad de Buenos Aires (UBA). En la función pública ocupó los cargos de presidente del Ente Regulador de los Aeropuertos y de la Comisión Nacional de Defensa de la Competencia, como también se desempeñó como subsecretario de política latinoamericana.

Las experiencias en México y en el Tercer Mundo le sirvieron a Sguiglia como base para escribir muchas de sus novelas. Tal es así que en Ojos negros (Editorial Edhasa), una de sus anteriores novelas, el rosarino muestra una historia que, al igual que Los cuerpos y las sombras, transcurre en Buenos Aires, África y México, como también roza el drama, la aventura y la acción. Incluso, su protagonista se llama Miguel, aunque en este caso se trata de un cuarentón desempleado que tras la crisis de 2001 en Argentina siente que su vida ha perdido el rumbo y en ese contexto recibe una propuesta para un trabajo poco convencional en el África. Una vez en tierras de Angola y el Congo –los países donde transcurre la mayor parte de las escenas– nuevos personajes lo acercarán al despiadado mundo del poder y las piedras: asesinos a sueldo, mineros explotados por grupos insurgentes, empresarios inescrupulosos y hasta extranjeros solitarios que transportan diamantes en sus intestinos para luego venderlos en el mercado negro a cifras exorbitantes.

Sguiglia publicó, entre otros libros, No te fíes de mí si el corazón te falla y Un puñado de gloria. Fordlandia (1997), una de sus primeras novelas de ficción, cuenta acerca de un proyecto de autoabastecimiento de madera de alcornoque que llevó adelante el empresario estadounidense Henry Ford, cansado de pagar el caucho en el mercado a mucho más de su valor. Actualmente, el libro es utilizado como material de estudio en la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA

Nota publicada en el diario El Ciudadano.

Rafael Bielsa: “Me hubiera gustado ser sólo un gran escritor”

Tucho. La operación México, o lo irrevocable de la pasión, reconstruye los últimos años de la vida del militante de Montoneros Edgar Tulio Valenzuela, secuestrado en 1978 en Mar del Plata   
Rafael Bielsa - Foto Ignacio Petuncci
Por Graciana Petrone

Pasión, vehemencia y una prosa sesgada por la poesía es lo que refleja Rafael Bielsa en Tucho. La operación México, o lo irrevocable de la pasión (Editorial Edhasa). Se trata de una novela que cuenta la historia de Edgar Tulio “Tucho” Valenzuela, integrante de Montoneros secuestrado en 1978 en Mar del Plata junto a su esposa María Raquel Negro quien entonces estaba embarazada de mellizos. A diferencia de su mujer, el militante fue liberado y luego viajó a México en donde denunció el plan del Ejército que buscaba ultimar a los conductores de la guerrilla. Sin embargo, ese mismo año y tras ser sometido a un “Juicio revolucionario” por Mario Firmenich y Roberto Perdía  –cabecillas de Montoneros–, fue encontrado culpable de traición. Valenzuela no soportó el peso de ser condenado por sus compañeros de lucha y se suicidó pocos meses de después.

Para reconstruir los últimos años de la vida de Tucho el autor se embarcó en una investigación que no sólo lo llevó a viajar por distintos lugares del país, sino que además lo obligó a revivir momentos oscuros del pasado reciente. Así, reconstruyó parte de su propia historia ya que él mismo fue partícipe activo del cambio que se vislumbraba en los albores de los convulsionados ’70.
       
Bielsa es conocido por su trabajo como político y abogado, pero también es poeta, autor de ensayos y de novelas. Sobre  esa condición dice que no hay mejor modo de no hacer nada muy bien que hacer demasiadas cosas más o menos, y confiesa: “Tal vez, en la edad de bronce, cuando un Homero (o varios Homeros, como quiere Borges) escribieron la Odisea, los héroes podían perfectamente ser malos y los poetas vivir de sus versos, me hubiera gustado ser sólo un gran escritor”.

—Tucho tiene una historia interesante y muy fuerte, ¿cómo fue la génesis de este libro?
—No sé si tan interesante, seguramente muy personal. Fui parte de distintas secuelas de los juicios de lesa humanidad, en particular el denominado “Pascual Guerrieri” o “La Quinta de Funes”. Durante casi treinta años creí que yo había estado desaparecido y sido torturado en dicho sitio, pero a la hora de los reconocimientos oculares resultó ser que la Quinta no tenía sótano y yo había estado encadenado en uno, de manera tal que algo no cuadraba. De un modo siniestro fueron apareciendo como espejos enfrentados diferentes lugares de suplicio clandestino, hasta el denominado “La Calamita”, que fue mi destino. Merced a las declaraciones de un agente civil de inteligencia apodado “Tucu” Constanzo se conocieron muchos detalles de aquel universo concentracionario, entre ellos sobre Tucho y su compañera María. Una amiga de entonces me dijo que escribiera esa historia. Le hice caso.

—¿Cuánto tiempo le llevó escribirlo?
—El proceso de escritura duró más de cuatro años, durante los cuales viajé a la mayoría de los lugares de aquel Vía Crucis, consulté infinidad de documentos, hablé con personas que nunca habían hablado antes, y a ello hay que añadirle un año de trabajo con mi editor, Fernando Fagnani. En un comienzo la novela tenia casi tres veces el tamaño con el que terminó.

—¿Cuál es el límite entre la ficción y la realidad de esta novela?
—Es literatura, y la ficción y la realidad todo el tiempo danzan, como figuras espectrales bajo una lluvia esmaltada que a veces las amalgama con alguna armonía. Si hablamos de géneros literarios, yo la incluiría dentro de lo que se llama “novela verídica”, o “novela no ficticia”, o “ficción real”. Dentro de la tradición de “A sangre fría” de Capote o de “La canción del verdugo” de Norman Mailer. Pero, naturalmente, las reflexiones ideológicas, éticas y políticas de Tucho y María, los diálogos entre Tucho y su entregador, los olores de Río, los dolores del Distrito Federal y el color del mar de La Habana no figuran en ningún expediente de la justicia federal. En cuanto a los límites, la literatura debe ser siempre estar atentos al dolor y a la belleza, a los que sufren y al modo cómo transforman esos materiales en un mensaje para la condición humana, de modo tal que cada lector sabrá dónde querrá ponerlos.

—Debido a su militancia en los convulsionados ’70, ¿durante la escritura de Tucho afloraron aquellos momentos oscuros?
—Alguna vez leí que cuando le preguntaron a Flaubert (Gustave) quién era Madame Bovary, contestó: “¡Madame Bovary soy yo!”. Ciertamente, no es necesario vivirlo para contarlo, pero en este caso cuento cosas que también viví. La gran diferencia, según mi modo de pensar, reside en la dimensión de lo que Tucho hizo con lo que le tocó vivir. Me parece que la historia está llena de breves momentos, y lo que los sujetos políticos hacen con esos instantes la determina. Con dos o tres años menos, un desaparecido podría haberse dedicado al deporte de riesgo, a los viajes exóticos o a la caridad. Los individuos no son mucho más que las circunstancias en las que son sorprendidos por éstas. Esto vale en términos generales. Luego, está la pasión, la voluntad, el empeño, y entonces aparecen María y Tucho. Y tantos otros compañeros, la gran mayoría de los cuales no está entre nosotros. Después están los elementos técnicos de la literatura: la escena del secuestro, con diversos planos, un espectador ajeno, el vértigo, da la sensación de participación al lector, pero son trucos.

—Tucho muestra una prosa sesgada por la poesía, ¿siente que influye su condición de poeta a la hora de escribir narrativas?
—Mucha cuenta no me doy acerca de cómo es el pespunte. Me intereso por la claridad expresiva, por hacer decir a las palabras tanto como son capaces, por hacer una cama intacta para que sobre ella caigan las cosas atroces. Trato de escribir textos que me gustaría leer si no los hubiese escrito yo. Sin dudas, una larga cantidad de años escribiendo poesía y publicando libros del género influyen. Pero me parece que hay que tener el cuidado, la precaución, cuando se escribe novela, de no buscar el verso del poema. Hay poesía en frases muy simples y muy literarias a un tiempo. Imagináte a un médico de guerra diciendo: “Mis heridos se curan mejor cuando se los mira…”,  ¿entendés?

Nota Publicada en la Revista 30 Días



Vignoli: “Quiero tocar el cuerpo del lector”

Poeta, narradora, crítica y ensayista, la rosarina Beatriz Vignoli pone en funcionamiento en su último libro de poemas una poderosa maquinaria de palabras que conmueven y sacuden al lector, en un tono que ella define como histriónico y teatral.
Beatriz Vognoli - Foto: Marcelo Masuelli



Graciana Petrone
Los poemas de Lo gris en el canto de las hojas (Baltasara Editora), de Beatriz Vignoli, son una suerte de construcción y reconstrucción de instantes sublimes o etéreos, de personas que de alguna manera dejaron marcas y también de luchas colectivas. Así, “Albada”, “Refinería” y “Jironada” –cada una de las secciones del libro–, abordan contenidos tan diversos como el mundo, a los que la autora convierte en versos casi mágicos.
En “Albada”, Vignoli reúne poemas de amor. En la segunda parte, muestra un mundo más particular con la claridad suficiente para permitir las apropiaciones por parte del lector. Finalmente, “Jironada” es un tejido de palabras que suceden con la cadencia de un llanto cuando dice: “Pensaste que tus colores te salvarían. / Pegabas los pedacitos del desastre. / Confiabas en tu caja de colores”.
En su afán también por humanizar lo inanimado la avezada poeta, narradora, crítica y ensayista pone en funcionamiento una poderosa maquinaria de palabras que conmueven y sacuden al lector. El resultado: un cimbronazo seco, similar a un espasmo, a una advertencia o acaso sea una inusitada forma de contar la importancia que, para los argentinos, cobraron los objetos (en desuso o en valor) tras la crisis de 2001.
—¿Cómo aborda usted la poesía?
—Para mí la poesía siempre está relacionada con la experiencia vital. Cuando digo experiencia no me refiero a que el poema narre una anécdota o un hecho biográfico de mi propia vida. La anécdota, si la hay, puede provenir de los medios, de una noticia o una crónica de vidas ajenas, siempre hay experiencia en un sentido amplio. Por ejemplo, en la resonancia afectiva de encontrarme con esas historias o asumir el sentido político que puedan tener. También es importante para mí el trabajo con el lenguaje, trabajar la materia sonora del lenguaje tanto desde el punto de vista del ritmo o los sonidos de cada letra y de cada palabra.
—¿La poesía es un género que facilita más que otros la apropiación por parte del lector?
—Busco expresar, sobre todo en poesía, en un lenguaje que tenga…no puedo decir universalidad porque es algo bien argentino, pero no se me ocurre otra palabra. Trato de que el texto que termina siendo un poema tenga sentido para cualquier lector que mínimamente comparta el mismo universo de referencia. En este libro hay un poema largo que se llama “Telegrama”, está dividido en varias partes. Presento una reescritura muy tardía de una serie de poemas cuyo detonante fue la crisis del diario El Ciudadano, allá lejos, hace unos años atrás, y una parte del poema hace referencia explícita a esa situación. Quise darle otra amplitud y contar la historia de cualquier persona que pierde su trabajo. Hasta se podría ampliar y llevar a alguien que pierde algo, como el I Ching; el poema para mí tiene algo de profético, el lector le pone el sentido, se apropia, dice “Esto es para mí”. Por eso, digo universalidad como una singularidad.
—La sección “Refinería” tiene que ver con el barrio de Rosario pero también con el tema del trabajo…
—La segunda parte se llama así porque en esa sección hay un poema que se llama justamente “Refinería” y me pareció una buena idea, agrupar, alrededor de ese poema, los que tuvieran que ver con el mundo del trabajo y también con algo del pasado de mi familia, con algunos mitos familiares. “El ingeniero” está dedicado a mi padre y a mi editora, que también es ingeniera. “El ingeniero” es uno de los poemas más alegres. “Termotanque” también tiene que ver con el pasado familiar, siguió el mismo proceso de “Telegrama”, es una especie de remake. Son fragmentos que tienen que ver con los objetos y con lo que significa afectivamente para alguien tener ciertos objetos. Lo había empezado a escribir por la época de la crisis, 2002-2003. Produje mucho en esa época.
—¿En “Albada” aborda cuestiones más personales?
—Albada es un género musical de la región de Aragón que se usa para convocar a los labradores. Los poemas de “Albada” los escribí en una época que tenía problemas para dormir, me despertaba siempre a las cinco de la mañana y el tema de las horas era una cuestión que me parecía interesante para trabajar. Para mí fue cubrir esa franja de tiempo en que no dormía, cubrir el amanecer. Yo vivo en frente de una plaza y salir y esperar el amanecer era maravilloso, venían los rayos desde el este sin obstáculos. En esta sección están, además, los poemas más líricos, los más dramáticos pero en el sentido del drama teatral. Son poemas para decir en un escenario.
—Y “Jironadas”, como el nombre indica, ¿es una especie de miscelánea?  
—Hay un poema que se llama “Jironada de mar” que tiene que ver también con la tapa del libro. Es un collage de Adolfo Nigro, quien había hecho un collage, especialmente para mí, con colores que él dice que relaciona conmigo. Cuando hace collages Adolfo Nigro procede como un surrealista muy genuino. Es como una inspiración que le sobreviene y junta todo. Son como poemas que forma con estas tiras de papel y Hugo Padeletti fue quien llamó Jironadas a esta serie de obras de Adolfo Nigro. La primera de estas obras la hizo en Estados Unidos, cuando le llegaba el correo basura con propagandas y eran unos papeles muy buenos. Es algo muy bello, parece como las hojas del tabaco cuando las ponen a secar.
—¿Cómo le afectó la crisis de 2001?
—Sufrí más o menos lo que sufrió todo el mundo, que es decir bastante. En ese momento buscaba cómo podía aprovechar eso para la poesía y encontré el tema de los objetos porque me permitió relacionarlo con proyectos modernos de la poesía latinoamericana, como las Odas elementales de Neruda. En esa época yo tenía una idea muy programática de la poesía, me impresionaba esa cuestión de las ferias americanas, la gente que se desprendía de sus cosas. Porque fue un momento de mucha miseria y se me ocurría que con esos restos caídos de las vidas humanas se podía generar algo. Sobre todo, por el valor que cobraban cada una de esas cosas de las que la gente se desprendía.
—Su poesía está en continuo cambio, como adaptándose a los nuevos contextos sociales, políticos y económicos…
—Hay una especie de compromiso entre la lírica y el objetivismo que se fue dando solo. Yo había asumido las prohibiciones objetivistas que eran prohibiciones casi como la ley de Moisés. El primer mandamiento dice “No usarás la primera persona del singular” (risas) y el segundo mandamiento es “No hablaré de mí”. Ya en 1999 estaba asfixiada por esos condicionamientos. Escribí un solo libro bajo esas normas y sentí que un segundo no iba a poder hacer, entonces por suerte me pude distanciar un poco.
—Pero sobrevivió a esas etapas, sin duda…
—El otro mandamiento de  la sobriedad objetivista era no usar adjetivos calificativos. Es más, ni colores podías usar en algún momento. El desafío era romper con esos mandatos y no quedar fuera del campo de la poesía. Una especie de trabajo interno para desarrollar un lenguaje propio, entonces, cada paso que yo daba en dirección a ese lenguaje propio me alejaba de ese rigor dogmático-estético. En Soliloquio utilicé algunas estrategias pero después no. Dije: “Esta es mi poesía”.
—¿El peso que tiene la palabra de Beatriz Vignoli como crítica literaria la perturba o limita a la hora de escribir?
—Para nada, porque nunca me paré en ese lugar. Qué soy yo para los otros para mí es un enigma. No sé por qué pero no lo asumo subjetivamente a ese lugar. Sospecho que puedo serlo para los demás, pero si me lo dicen no lo creo o no lo termino de creer. No me siento representada por esa función, no sé qué tipo de repercusión tienen las notas que escribo. Mi sujeción es estar como afuera, al margen, siempre empezando, siempre yéndome. A lo mejor eso responde a tu primera pregunta, puede ser una secuela de la crisis, a lo mejor algo de mí se quedó ahí.
—¿Cómo es su relación con la literatura y qué busca con cada poema?
—La relación que yo tengo con la literatura, que no es lo mismo que la escritura, es muy parecida a lo que en esta época se considera la relación ideal en dos personas, eso de ir fluyendo. No parece porque en el poema hay un despliegue como de gritar. Yo quiero tocar el cuerpo del lector. Ahí tenés un título (risas). Es eso lo que busco con un poema, como las canciones de Nirvana y en la voz de Kurt Corbain cuando dice: “Te juro que no tengo un revólver”. Es una voz que está tratando de desintegrar al que lo escucha. Quiero escribir así,  quiero que suene así, como la voz de Kurt Corbain. Es tan histriónico y a la vez tan teatral.
—¿A qué poetas lee?
—La poesía tiene que pasar la prueba de la relectura. Un contemporáneo que no dejo de releer es Leandro Llull. En este momento, para mí es el mejor poeta vivo de Rosario, tiene una poesía completamente universal y atemporal. Produce el impacto de un clásico instantáneo que tiene el efecto de que lo volvés a leer y no se gasta, sobre todo en su segundo libro Horas menores que, para mí, es en donde toma esa consistencia. Leí mucha poesía siendo adolescente y a muchos poemas los sé de memoria, los tengo en la cabeza. A veces los evoco, como a los Poemas del gran río, de Felipe Aldana o algunos de Beatriz Vallejos, Hugo Padeletti o Edgar Bayley cuando dice: ‘Una jarra de vidrio verde es todo lo que tengo/ pero la conozco bien”.
Nota publicada en el diario El Ciudadano