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viernes, 13 de mayo de 2011

Doña Mariñha

Graciana Petrone


Matías y yo nacimos en el mismo año. Íbamos a la misma escuela, éramos del mismo barrio y, por lo tanto, nuestra amistad fue forjándose desde muy pequeños. Vivíamos a dos casas de por medio, entre el quiosco de ventana de Don Juan y la casita de Doña Beba, la curandera. Un barrio alejado del centro con la sencillez y características propias de esos lugares donde el sol nunca deja de caer, las calles se confunden con las veredas y los maridos salen de madrugada a trabajar en las fábricas y las esposas los despiden y los esperan cuidando de sus casas y de sus hijos.
La casa de Matías tenía dos ventanas en el frente, un patio atrás y en el fondo una pieza en la que su mamá había montado un pequeño taller de costura. Cada una de las mujeres del barrio hacía alguna tarea extra para ayudar a sus maridos. Mi madre, por ejemplo, criaba gallinas. Papá le había construido un galpón donde ella trabajaba con esmero para que los animales rindieran sus frutos y así, los domingos podíamos vender los huevos en la feria o a Don Carmelo, en el almacén.
Mi casa, a diferencia de la de Matías, tenía un pequeño jardín de rosas sembradas en el frente a las que mi madre cuidaba celosamente de todo daño. Los rosales florecían en destellantes capullos, ella solía decir que tanta belleza podía provocar la envidia de las demás comadres y a veces hasta se enojada por los halagos. El cuidado del jardín era casi una obsesión.
Enfrente había un terreno baldío donde nos cruzábamos con Matías a jugar en las siestas, era nuestro reducto en el que pasábamos horas interminables. El terreno terminaba sus fondos en la mitad de la manzana y por uno de sus lados, tras un tapial rústico y sin revocar, vivía Doña Marhiña. La llamábamos “la vieja de las gallinas” porque era fiel clienta de mi madre y en el último mes le había llegado a comprar más de seis animales.
Doña Marhiña Souza Do Nacimento era su nombre completo, así se decía en el barrio. Venida de quién sabe qué oscuro rincón del Brasil, de piel morena, rasgos aborígenes y una sonrisa de dientes blancos como perlas. Tenía siempre el pelo enmarañado y un andar cojo que le daban un aspecto un tanto extraño.
Mi madre, que era el colmo de la pulcritud le decía "la vieja haraposa", pero la saludaba con amabilidad cada vez que la cruzaba por la calle porque entre las compras de las gallinas y la venta de huevos en la feria, había podido reunir el dinero suficiente para ponerle la membrana a los techos de la casa.
Cuando nos internábamos con Matías en el baldío, escapándonos de nuestras madres, solíamos espiar a la vieja de las gallinas. Los fondos de su casa estaban abandonados, sucios y con la tierra reseca, aunque removida, de tanto en tanto, porque a menudo observábamos montículos de tierra diseminados por el suelo, como si alguien hubiera hecho pequeñas excavaciones. Otras veces, después de proveernos de una copiosa artillería de piedras y bolitas del paraíso, nos divertíamos molestando a sus gatos, no sin antes cerciorarnos de que estaba dormida o no se encontraba en la casa. Doña Marhiña siempre nos sonreía al cruzarnos por la calle y su amabilidad nos dotaba, día a día, de una impunidad reconfortante.
Una tarde, en la que no desistíamos de importunar a sus gatos, Matías le pegó sin querer al vidrio de la ventana de la cocina haciéndolo pedazos. Nos escapamos corriendo tanto como nos dieron las piernas, tratando de que nadie se diera cuenta de lo que pasó. Al día siguiente la vieja golpeó mi puerta, yo temí que fuera a reclamarle a mi madre el vidrio roto pero en vez de eso, sin dejar de sonreir ni por un instante me pidió que llamará a mi mamá y sentí alivio cuando escuché que le encargaba una gallina. Si en casa se enteraban de lo que habia hecho Matías, yo  seguramente iba a recibir una buena paliza.
Esa misma siesta Matías tocó mi ventana para que fuéramos al baldío, traía una considerable provisión de piedras. Accedí y, como era nuestra costumbre, nos trepamos al tapial. Pero esta vez Doña Marhiña no dormía la siesta. Estaba en los fondos vestida con una holgada túnica blanca y un turbante color púrpura enroscado en su cabeza. Había montado una suerte del altar, sobre él estaba la gallina que había ido a buscar a mi casa en la mañana, vivita y maniatada por las patas y el pescuezo.
Sin cruzar las miradas e invadidos por un miedo inusual, vimos como la vieja, sosteniendo una cuchilla en las manos y murmurando entre dientes quién sabe qué conjuros en su idioma natal, abrió la panza del animal desde el cogote hasta la cola. Solo atinamos a correr. Yo no sentía mis pies. Trepé por la ventana de la pieza y me senté en el suelo con las piernas encogidas  y puse mi cabeza entre ellas.
Esa noche me costó dormir, tenía en mi mente los ojos de la gallina abiertos como dos estopas al sol y la sangre del animal chorreando sobre la tierra reseca.
Cerca del amanecer me despertaron los gritos de mi madre. Me levanté para ver qué estaba pasando y, sin poder creerlo, vi  cómo los rosales del jardín estaban totalmente marchitos. Parecía como si la mano de mandinga hubiera arrasado con ellos. Entre tanto escándalo llegó la mamá de Matías. Primero pensé que era a por los gritos pero traía a mi amigo casi desmayado entre los brazos. Tenía la mirada desencajada.
-     Despertó muy mal. Anoche le descubrí unas marcas alrededor del cuello. Vuela de fiebre y no se despierta. Doña Beba dice que si las marcas se cierran lo van a estrangular.
Me acerqué a Matías, intenté decirle algo pero no pareció escucharme, tenía los ojos en blanco como si estuviera poseído. Le agarré la mano, pensé en que la fiebre debió haber cedido bastante porque su mano estaba helada. 
Faltaba sólo una hora para que los gallos empezaran a hacerse escuchar desde los fondos de la casa. Hacía frío, me distraje con las gotas de rocío qie se oegaban a los tallos de los rosales resecos. En poco tiempo tendría que levantarme para ir a la escuela entonces entré a casa y me acosté, pensando en que con suerte, podría dormir un rato más. 

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