Por Graciana Petrone (nota publicada en el diario El Ciudadano de Rosario)
Santiago Uranga vive en el corazón de la selva chaqueña. Alquila un
campo de 40 hectáreas donde pasa la mayor parte del tiempo plantando
algarrobos negros. Tiene 38 años y un estilo parecido al Bahiano, aunque
después de dejar Los Pericos y perder el pelo. Antes de eso viajó por
todo el mundo –o casi todo, porque el único continente que le falta
conocer es África– y en Asia alcanzó a subir más de seis mil metros al
Monte Everest: “Un poco más arriba de donde llegó el chabón ese rubio,
el de la televisión”, dice riéndose, en referencia a Facundo Arana. En
Costa Rica se ganó la vida sacándoles fotos a los surfistas y cuando
cruzó el Caribe colombiano, en la frontera con Ecuador, conoció a tres
hombres que le dijeron que eran de las Farc, las temidas Fuerzas Armadas
Revolucionarias de Colombia. “No sé si me mintieron, pero lo que sé es
que los tipos estaban afilados…”, le dice a El Ciudadano mientras se
apronta para su próxima aventura: viajar en un Fiat 600 hasta Alaska. La
travesía, en rigor, ya comenzó: ayer a las 9, Uranga y su amigo Juan
Manuel Rizzatti se despidieron de Rosario en el Monumento a la Bandera,
se subieron al fitito y se fueron a la ruta.
Cuando le preguntan en qué ciudad nació pareciera que lo tiene que
pensar. Pasan unos segundos y contesta: “Buenos Aires”. También estuvo
un tiempo en Rosario, de donde dice que se llevó la pasión por Central y
seguro plantó una bandera del Canalla junto a los algarrobos. Pero la
historia no termina en el corazón del Chaco. Hace algo más de un año que
compró un fitito modelo 64 y lo hizo restaurar como si fuera un cuadro
de Tintoretto. Lo que en realidad quería Santiago era irse con el auto a
Uruguay, pero entró en dudas sobre si tenía los papeles en regla. Llamó
al comisario del pueblo rural donde vive y le pidió que se lo averigüe:
“Está todo tan bien que si querés te podés ir a Alaska…”.
Se lo tomó al pie de la letra. Así empezó a planificar otro viaje,
pero esta vez de 22 mil kilómetros y arriba de un Fiat que el año que
viene cumplirá cinco décadas. Aunque asegura que entendió perfectamente
que lo que le dijo el policía fue en sentido figurado, la idea le hizo
ruido en la cabeza y contactó a Juan Manuel, un venadense de 23 años al
que conoció en la selva chaqueña y con el que se hicieron muy amigos.
“Che, ¿te querés venir conmigo a Alaska en el Fiat?”, le preguntó. Del
otro lado, no sólo tomaron en serio. Es más, su amigo le contestó que le
había alegrado el día.
El viaje a Uruguay lo hizo de todos modos y no para probar si el
fitito aguantaba, sino para “tocarle la puerta de la casa” al presidente
de la empresa Fiat en Argentina. La idea era conseguir apoyo para la
travesía hasta Alaska, aunque no con dinero en efectivo: lo que le pidió
fue asistencia mecánica en los países de Latinoamérica donde el gigante
automotriz cuente con talleres oficiales. Pero el CEO no le dijo que
no. En realidad todavía están en tratativas y Santiago se tiene fe: si
para la multinacional sería un gasto insignificante y los dos
aventureros pasearían al espónsor a lo largo de todo el continente.
Semillas de las buenas
Santiago es un amante de la naturaleza, sobre todo de las plantas. Es
esa, además, una de las razones por las que eligió vivir en medio de la
selva chaqueña. Cuenta que con Juan Manuel tienen pensado plantar
semillas de arcilla en cada ciudad y pueblo por el que pasen. Cuando
habla de árboles su mundo toma otra dimensión. Explica como un experto
las bondades de la siembra y destaca que el árbol leguminoso toma mayor
cantidad de nitrógeno del aire, lo que favorece el crecimiento del pasto
y de esa manera se pueden alimentar más animales.
Desde su mirada itinerante también descifra lo que para la mayoría
pasa inadvertido nada más que por ser cotidiano: “Acá en Rosario, sobre
la costanera –no sé quién fue el intendente que lo hizo– pusieron muchos
lapachos y jacarandás. Por los años que tienen hoy debe haber sido
(Miguel) Lifschitz. Nadie se da cuenta porque son árboles chicos todavía
pero cuando crezcan, la zona de los Silos Davis en septiembre va a
estar toda teñida de rosa y entre octubre y noviembre también va a
tener los violetas del jacarandá. Va a ser un estallido de colores”, se
entusiasma.
Dice que la ruta hasta Alaska la terminarán en un año aunque lo
cierto es que ni él mismo lo sabe. “Los viajes son para conocer lugares
–asegura– pero sobre todo conocer gente y hacer amigos como me pasó
cuando crucé de Tailandia a Laos en un barquito: ahí conocí a un grupo
de guerrilleros con los que terminé tomando cerveza hasta las cuatro de
la mañana”, cuenta.
Con Juan Manuel tienen pensado llevar un equipaje más que liviano:
dos guitarras, una armónica, una cámara de fotos profesional y un equipo
térmico con el que pueden sumergirse en aguas heladas para capturar
imágenes desde adentro del mar. Por supuesto, no va a faltar el bolso
con semillas de árboles de todo tipo.
Todo está calculado, hasta cómo se van a ganar la vida: será sacando
fotos a los surfistas en la zona de Centroamérica y tocando la guitarra.
“En realidad –confiesa Santiago– el que sabe tocar la guitarra es Juan
Manuel, yo lo voy a acompañar”. Pero está convencido de que después de
un año seguro que algo va a aprender a tocar y no sería extraño que, por
lo aventurero y audaz, vuelva de Alaska convertido en todo un Jimi
Hendrix.
No hay comentarios:
Publicar un comentario