Graciana Petrone
Cuando paso por la puerta de lo que
alguna vez fue el Olimpia siento que una mano me aprieta la garganta. Trato de
evitarlo pero a veces doblo por Maipú sin darme cuenta y me sorprenden los
pizarrones verdes colgados en la puerta que dicen: “Café La Virginia x 200, a 14.90” . Pero una mañana sentí un impulso que me hizo perder el miedo y entré. Cualquiera que me conozca un poco seguro habría pensado
que estaba por comprar un puñado de pasas de uva con chocolate, porque donde funcionó Los 20
billares (o el Olimpia) hoy abre sus puertas cruel e irreverente la sucursal de
una bombonería de medio pelo.
Cuando entré, caminé por primera vez por el mismo suelo por el que anduviste y repetía en silencio eso que escribí en una noche de invierno del ‘89: “Si pudiera besar tus pies/o al menos el hueco que dejan tus pasos”.
Qué ironía. Hace más de veinte años, cuando te veía pasar, se me venían a la mente los versos de Alejandra (Pizarnik): “Es tan lejos pedir/tan cerca saber que no hay”. En cambio, esa mañana en la bombonería supe que mis viejos poemas fueron premonitorios porque caminé sobre tus mismos pasos, entre las góndolas que no hacían más que ocupar el espacio de las mesas en las que vos jugabas y en las que yo te veía jugar, de lejos, desde la vereda de enfrente como quien no quiere levantar el avispero porque ese no era un lugar para mujeres, no señor, de ninguna manera. La entrada nos estaba prohibida.
Y me acordé del humo del cigarrillo formando en la penumbra nubes blancas abajo de las lámparas. Porque las únicas luces que se encendían eran las de las mesas y cuando las partidas de casín no se abrían las luces tampoco se prendían y el lugar parecía todavía más lúgubre y sombrío. Aunque vos lo iluminabas, tenías un aura especial, siempre la tuviste.
Fueron cerrando los billares y quedaron unos pocos. En el de san Martín y Montevideo todavía se juntan algunos de los muchachos. Pilo, el Muñeco y Castillo se fueron. A Beroiz lo mandaron a matar por una interna, como en los ’60. Al Polaco lo balearon en la puerta de su casa y aunque no estuviste para verlo, murió como un guapo. También se fue el flaco Rifel. Me acuerdo que un verano antes de que vos te fueras trajo a Orlando Paiva a bailar al club de mi barrio. Era una noche de calor. En un momento la pista se llenó de parejas cuando sonó Mala junta y entonces te busqué, pensando que podías estar entre la gente. Pero volví a casa, una vez más, sin poder encontrarte. Al invierno siguiente lo crucé al flaco una tarde en el bar del Centre Catalá, loco por el tango como era sacó su compatudara portátil y me hizo escuchar una versión de Marión, sólo instrumental e interpretada por una orquesta francesa (que por supuesto no me acuerdo cuál era).
Yo supe esa mañana, antes de entrar en la bombonería, que los recuerdos se aparecerían sin preguntar y fue entonces que con desfachatez las estanterías, llenas de dulces baratos, me obligaron a resucitar toda clase de fantasmas: los muchachos, las noches de casín, tus pasos, Alejandra, mis viejos versos y Marión sonando en la computadora del Flaco.
Caminé hasta la puerta. Los gritos y bocinazos de un taxista al que el semáforo en rojo lo dejó medio camino y el viento helado y seco de agosto me devolvieron a la realidad de un sacudón y supe, que adentro había quedado el pasado.
Respiré hondo. Después de sacudir los pies en una alfombra que nunca exisitó juré no volver a entrar nunca más y me fui por Maipú cantando bajito el estribillo de esa vieja canción de Luis Rubinstein: “Quiero que sepas, corazón, que jamás te olvidé”.
Graciana - Rosario - Junio de 2011.
En memoria del Hugo.Cuando entré, caminé por primera vez por el mismo suelo por el que anduviste y repetía en silencio eso que escribí en una noche de invierno del ‘89: “Si pudiera besar tus pies/o al menos el hueco que dejan tus pasos”.
Qué ironía. Hace más de veinte años, cuando te veía pasar, se me venían a la mente los versos de Alejandra (Pizarnik): “Es tan lejos pedir/tan cerca saber que no hay”. En cambio, esa mañana en la bombonería supe que mis viejos poemas fueron premonitorios porque caminé sobre tus mismos pasos, entre las góndolas que no hacían más que ocupar el espacio de las mesas en las que vos jugabas y en las que yo te veía jugar, de lejos, desde la vereda de enfrente como quien no quiere levantar el avispero porque ese no era un lugar para mujeres, no señor, de ninguna manera. La entrada nos estaba prohibida.
Y me acordé del humo del cigarrillo formando en la penumbra nubes blancas abajo de las lámparas. Porque las únicas luces que se encendían eran las de las mesas y cuando las partidas de casín no se abrían las luces tampoco se prendían y el lugar parecía todavía más lúgubre y sombrío. Aunque vos lo iluminabas, tenías un aura especial, siempre la tuviste.
Fueron cerrando los billares y quedaron unos pocos. En el de san Martín y Montevideo todavía se juntan algunos de los muchachos. Pilo, el Muñeco y Castillo se fueron. A Beroiz lo mandaron a matar por una interna, como en los ’60. Al Polaco lo balearon en la puerta de su casa y aunque no estuviste para verlo, murió como un guapo. También se fue el flaco Rifel. Me acuerdo que un verano antes de que vos te fueras trajo a Orlando Paiva a bailar al club de mi barrio. Era una noche de calor. En un momento la pista se llenó de parejas cuando sonó Mala junta y entonces te busqué, pensando que podías estar entre la gente. Pero volví a casa, una vez más, sin poder encontrarte. Al invierno siguiente lo crucé al flaco una tarde en el bar del Centre Catalá, loco por el tango como era sacó su compatudara portátil y me hizo escuchar una versión de Marión, sólo instrumental e interpretada por una orquesta francesa (que por supuesto no me acuerdo cuál era).
Yo supe esa mañana, antes de entrar en la bombonería, que los recuerdos se aparecerían sin preguntar y fue entonces que con desfachatez las estanterías, llenas de dulces baratos, me obligaron a resucitar toda clase de fantasmas: los muchachos, las noches de casín, tus pasos, Alejandra, mis viejos versos y Marión sonando en la computadora del Flaco.
Caminé hasta la puerta. Los gritos y bocinazos de un taxista al que el semáforo en rojo lo dejó medio camino y el viento helado y seco de agosto me devolvieron a la realidad de un sacudón y supe, que adentro había quedado el pasado.
Respiré hondo. Después de sacudir los pies en una alfombra que nunca exisitó juré no volver a entrar nunca más y me fui por Maipú cantando bajito el estribillo de esa vieja canción de Luis Rubinstein: “Quiero que sepas, corazón, que jamás te olvidé”.
Graciana - Rosario - Junio de 2011.
Fascinante ese lado tuyo muy particular de narrar cuentos no tan cuentos, narrarlos con mas frecuencia...Saludos
ResponderEliminarMe siento particularmente honrado al ver mi página en tu lista de blogs, Graciana.
ResponderEliminarUn beso.
qué bueeeenoooo. Mirá que Rosario tiene lugares, pero cómo narrarlos. Está bárbaro.
ResponderEliminarMuy muy cruel como real. Esa mezcla me apasiona
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