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martes, 10 de junio de 2014

Vignoli: “Quiero tocar el cuerpo del lector”

Poeta, narradora, crítica y ensayista, la rosarina Beatriz Vignoli pone en funcionamiento en su último libro de poemas una poderosa maquinaria de palabras que conmueven y sacuden al lector, en un tono que ella define como histriónico y teatral.
Beatriz Vognoli - Foto: Marcelo Masuelli



Graciana Petrone
Los poemas de Lo gris en el canto de las hojas (Baltasara Editora), de Beatriz Vignoli, son una suerte de construcción y reconstrucción de instantes sublimes o etéreos, de personas que de alguna manera dejaron marcas y también de luchas colectivas. Así, “Albada”, “Refinería” y “Jironada” –cada una de las secciones del libro–, abordan contenidos tan diversos como el mundo, a los que la autora convierte en versos casi mágicos.
En “Albada”, Vignoli reúne poemas de amor. En la segunda parte, muestra un mundo más particular con la claridad suficiente para permitir las apropiaciones por parte del lector. Finalmente, “Jironada” es un tejido de palabras que suceden con la cadencia de un llanto cuando dice: “Pensaste que tus colores te salvarían. / Pegabas los pedacitos del desastre. / Confiabas en tu caja de colores”.
En su afán también por humanizar lo inanimado la avezada poeta, narradora, crítica y ensayista pone en funcionamiento una poderosa maquinaria de palabras que conmueven y sacuden al lector. El resultado: un cimbronazo seco, similar a un espasmo, a una advertencia o acaso sea una inusitada forma de contar la importancia que, para los argentinos, cobraron los objetos (en desuso o en valor) tras la crisis de 2001.
—¿Cómo aborda usted la poesía?
—Para mí la poesía siempre está relacionada con la experiencia vital. Cuando digo experiencia no me refiero a que el poema narre una anécdota o un hecho biográfico de mi propia vida. La anécdota, si la hay, puede provenir de los medios, de una noticia o una crónica de vidas ajenas, siempre hay experiencia en un sentido amplio. Por ejemplo, en la resonancia afectiva de encontrarme con esas historias o asumir el sentido político que puedan tener. También es importante para mí el trabajo con el lenguaje, trabajar la materia sonora del lenguaje tanto desde el punto de vista del ritmo o los sonidos de cada letra y de cada palabra.
—¿La poesía es un género que facilita más que otros la apropiación por parte del lector?
—Busco expresar, sobre todo en poesía, en un lenguaje que tenga…no puedo decir universalidad porque es algo bien argentino, pero no se me ocurre otra palabra. Trato de que el texto que termina siendo un poema tenga sentido para cualquier lector que mínimamente comparta el mismo universo de referencia. En este libro hay un poema largo que se llama “Telegrama”, está dividido en varias partes. Presento una reescritura muy tardía de una serie de poemas cuyo detonante fue la crisis del diario El Ciudadano, allá lejos, hace unos años atrás, y una parte del poema hace referencia explícita a esa situación. Quise darle otra amplitud y contar la historia de cualquier persona que pierde su trabajo. Hasta se podría ampliar y llevar a alguien que pierde algo, como el I Ching; el poema para mí tiene algo de profético, el lector le pone el sentido, se apropia, dice “Esto es para mí”. Por eso, digo universalidad como una singularidad.
—La sección “Refinería” tiene que ver con el barrio de Rosario pero también con el tema del trabajo…
—La segunda parte se llama así porque en esa sección hay un poema que se llama justamente “Refinería” y me pareció una buena idea, agrupar, alrededor de ese poema, los que tuvieran que ver con el mundo del trabajo y también con algo del pasado de mi familia, con algunos mitos familiares. “El ingeniero” está dedicado a mi padre y a mi editora, que también es ingeniera. “El ingeniero” es uno de los poemas más alegres. “Termotanque” también tiene que ver con el pasado familiar, siguió el mismo proceso de “Telegrama”, es una especie de remake. Son fragmentos que tienen que ver con los objetos y con lo que significa afectivamente para alguien tener ciertos objetos. Lo había empezado a escribir por la época de la crisis, 2002-2003. Produje mucho en esa época.
—¿En “Albada” aborda cuestiones más personales?
—Albada es un género musical de la región de Aragón que se usa para convocar a los labradores. Los poemas de “Albada” los escribí en una época que tenía problemas para dormir, me despertaba siempre a las cinco de la mañana y el tema de las horas era una cuestión que me parecía interesante para trabajar. Para mí fue cubrir esa franja de tiempo en que no dormía, cubrir el amanecer. Yo vivo en frente de una plaza y salir y esperar el amanecer era maravilloso, venían los rayos desde el este sin obstáculos. En esta sección están, además, los poemas más líricos, los más dramáticos pero en el sentido del drama teatral. Son poemas para decir en un escenario.
—Y “Jironadas”, como el nombre indica, ¿es una especie de miscelánea?  
—Hay un poema que se llama “Jironada de mar” que tiene que ver también con la tapa del libro. Es un collage de Adolfo Nigro, quien había hecho un collage, especialmente para mí, con colores que él dice que relaciona conmigo. Cuando hace collages Adolfo Nigro procede como un surrealista muy genuino. Es como una inspiración que le sobreviene y junta todo. Son como poemas que forma con estas tiras de papel y Hugo Padeletti fue quien llamó Jironadas a esta serie de obras de Adolfo Nigro. La primera de estas obras la hizo en Estados Unidos, cuando le llegaba el correo basura con propagandas y eran unos papeles muy buenos. Es algo muy bello, parece como las hojas del tabaco cuando las ponen a secar.
—¿Cómo le afectó la crisis de 2001?
—Sufrí más o menos lo que sufrió todo el mundo, que es decir bastante. En ese momento buscaba cómo podía aprovechar eso para la poesía y encontré el tema de los objetos porque me permitió relacionarlo con proyectos modernos de la poesía latinoamericana, como las Odas elementales de Neruda. En esa época yo tenía una idea muy programática de la poesía, me impresionaba esa cuestión de las ferias americanas, la gente que se desprendía de sus cosas. Porque fue un momento de mucha miseria y se me ocurría que con esos restos caídos de las vidas humanas se podía generar algo. Sobre todo, por el valor que cobraban cada una de esas cosas de las que la gente se desprendía.
—Su poesía está en continuo cambio, como adaptándose a los nuevos contextos sociales, políticos y económicos…
—Hay una especie de compromiso entre la lírica y el objetivismo que se fue dando solo. Yo había asumido las prohibiciones objetivistas que eran prohibiciones casi como la ley de Moisés. El primer mandamiento dice “No usarás la primera persona del singular” (risas) y el segundo mandamiento es “No hablaré de mí”. Ya en 1999 estaba asfixiada por esos condicionamientos. Escribí un solo libro bajo esas normas y sentí que un segundo no iba a poder hacer, entonces por suerte me pude distanciar un poco.
—Pero sobrevivió a esas etapas, sin duda…
—El otro mandamiento de  la sobriedad objetivista era no usar adjetivos calificativos. Es más, ni colores podías usar en algún momento. El desafío era romper con esos mandatos y no quedar fuera del campo de la poesía. Una especie de trabajo interno para desarrollar un lenguaje propio, entonces, cada paso que yo daba en dirección a ese lenguaje propio me alejaba de ese rigor dogmático-estético. En Soliloquio utilicé algunas estrategias pero después no. Dije: “Esta es mi poesía”.
—¿El peso que tiene la palabra de Beatriz Vignoli como crítica literaria la perturba o limita a la hora de escribir?
—Para nada, porque nunca me paré en ese lugar. Qué soy yo para los otros para mí es un enigma. No sé por qué pero no lo asumo subjetivamente a ese lugar. Sospecho que puedo serlo para los demás, pero si me lo dicen no lo creo o no lo termino de creer. No me siento representada por esa función, no sé qué tipo de repercusión tienen las notas que escribo. Mi sujeción es estar como afuera, al margen, siempre empezando, siempre yéndome. A lo mejor eso responde a tu primera pregunta, puede ser una secuela de la crisis, a lo mejor algo de mí se quedó ahí.
—¿Cómo es su relación con la literatura y qué busca con cada poema?
—La relación que yo tengo con la literatura, que no es lo mismo que la escritura, es muy parecida a lo que en esta época se considera la relación ideal en dos personas, eso de ir fluyendo. No parece porque en el poema hay un despliegue como de gritar. Yo quiero tocar el cuerpo del lector. Ahí tenés un título (risas). Es eso lo que busco con un poema, como las canciones de Nirvana y en la voz de Kurt Corbain cuando dice: “Te juro que no tengo un revólver”. Es una voz que está tratando de desintegrar al que lo escucha. Quiero escribir así,  quiero que suene así, como la voz de Kurt Corbain. Es tan histriónico y a la vez tan teatral.
—¿A qué poetas lee?
—La poesía tiene que pasar la prueba de la relectura. Un contemporáneo que no dejo de releer es Leandro Llull. En este momento, para mí es el mejor poeta vivo de Rosario, tiene una poesía completamente universal y atemporal. Produce el impacto de un clásico instantáneo que tiene el efecto de que lo volvés a leer y no se gasta, sobre todo en su segundo libro Horas menores que, para mí, es en donde toma esa consistencia. Leí mucha poesía siendo adolescente y a muchos poemas los sé de memoria, los tengo en la cabeza. A veces los evoco, como a los Poemas del gran río, de Felipe Aldana o algunos de Beatriz Vallejos, Hugo Padeletti o Edgar Bayley cuando dice: ‘Una jarra de vidrio verde es todo lo que tengo/ pero la conozco bien”.
Nota publicada en el diario El Ciudadano

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